Publicado en: Primer Acto. (Cuadernos de Investigación Teatral), 344 (2014): 12-17.
Y cuando ya habíamos llegado a un acuerdo, se alzó el telón y escenificaron una crisis. Sísifo total. Más de diez años diagnosticando debilidades y fortalezas, aportando soluciones, cediendo en lo razonable, creyendo que podíamos, para que una tormenta de altos vuelos acabe arrasándolo todo con sus ventoleras.
Que sí, que este es un mundo globalizado, y no puede ser que aquí nos solacemos con las golosinas de la sociedad del bienestar mientras que en el tercer mundo se las tienen que arreglar con un mendrugo. ¿Igualar por arriba? Ni pensarlo. Y, al más puro estilo neocon, “mendrugo para todos”. Y nos mentalizaron: “Hay que devaluarse, mermarse el bienestar”. Y para tales mermas, qué mejor que una crisis cargada de amenazas. ¿El pretexto? Cualquiera. Para escenificar una crisis cualquier crisis puede valer. Y fue la financiera. Eso sí es un conflicto. El mundo interpretando la tercera guerra mundial y nosotros tratando de arreglar el teatro: ese juego vetusto, ese “entretenimiento”.
Yo he jugado al teatro desde siempre. Tendría cinco años. Ya antes, en Alcoy, había jugado a moros y cristianos, que no hay que hacer de menos al teatro de calle. Todo empezó en un circo. Allí los conocí: Arniches, Benavente, los Quintero… Lo he sabido después, porque yo, entonces, estaba convencido de que aquello que decía mi vecino se lo inventaba él. Mi vecino era actor, y muchas otras cosas: notario, coronel, cura, rentista… -más de cincuenta obras tendría en repertorio- pero, después de ser lo que no era, continuaba siendo mi vecino. ¿De dónde sacará tantas historias? Y también yo tenía mi libreto. Aún no sabía leer, que tenían que leérmelo y, con solo mover los recortables ya sentía como propias las luchas de San Jorge y el dragón. Y aún recuerdo más circos: las marionetas de La Tía Norica, el Tenorio, los autos, las zarzuelas… La vida era un juego. Luego vino la vida. La realidad la llaman. Y murieron mis padres. La muerte es sobre todo desconcierto. Todo lo impregna. Todo lo avasalla. Y aunque ya no jugaba -la infancia, estaba claro, había acabado-, de un modo u otro me aferré al teatro como único tablero en que sería posible, de ahí en adelante, jugar una partida. Con la realidad.
La tierra de Jauja, de Lope de Rueda (Almería, 1955).
Y empecé perdiendo. Antes habían pasado muchas cosas: funciones de colegio, o el TEU de Granada. Y los teatros de Cámara y Ensayo que descubrí en Madrid. Ahora, al primer intento de hacer teatro en serio, me di con la ruina en las narices y desaparecí. Fracasar a los veinte, dicen, es buen comienzo para un emprendedor. No lo veía yo así, que me pasé tres meses sin comer en serio, y luego estuve años -clases, taller y granja- atiborrándome de la más apremiante realidad. Como si me cebara a fuerza de asperezas, así me preparaba, sin saberlo, para seguir jugando la partida. Y me puse a escribir. Había por entonces dos teatros. El uno digestivo, el otro indigestaba. El uno carpintero y con oficio; el otro urgente y bronco, y más deshilachado. Los dos eran reflejo de la vida: uno la maquillaba, mientras que el otro más bien la deformaba. También tenían dos públicos: el uno biempensante y el otro pensador. Dos juegos, pues, esencialmente opuestos. Y a mí me gustaban los dos. Por eso al escribir, y sin hacer distingos, utilicé los dos según me daban lo que necesitaba.
Los premios -varios, tal vez demasiados- y el reconocimiento fueron probablemente un espejismo. Y detrás de la bruma apareció el censor. Ya sabía que existían, no era tan necio. Lo sorprendente fue lo necios que eran ellos. Cómo explicarles que aquello era un espejo, que el teatro refleja. Pero ellos prohibían sin saber que era su imagen lo que no les gustaba. O tal vez lo sabían. Qué duro ser censor, pena me dan. Entonces no, pero verlos después haciéndose el demócrata… Qué cuajo hay que tener, sabiendo como saben que sabemos. Y esto, aunque lo parezca, no es mi biografía. Hay datos, circunstancias, que conozco de cerca, en primera persona. Y es más, aunque lo fuera. Lo que quiero decir es que, ya entonces -no solo yo, también otros conmigo-, los que jugábamos con la realidad, teníamos muy claro que tal atrevimiento se pagaba con una biografía bipolar. Justo lo que ha pasado: que a fuerza de subir y de bajar, acabamos conociendo a Sísifo; qué digo conociendo, trabando una amistad. No brindé con champán -otros lo hicieron-, que a fin de cuentas era… ¿un ser humano? Y no lo hice porque brindar por la desgracia ajena no formaba parte del mundo al que aspiraba. Y estrené las gallinas -siete mil- y paseé un camello por la calle. No fue fácil, que hicieron lo imposible por impedir su estreno, pero… El pasado había muerto. Habíamos conquistado el derecho a jugar.
7.000 gallinas y un camello. (Teatro María Guerrero, 1976).
Después fue el desencanto. Tras unos años de reparación: estrenos emblemáticos, homenajes y entierros, la deuda, que decían tener, la dieron por saldada. Pero estábamos vivos -un inconveniente- y éramos insaciables, queríamos estrenar. A los demócratas y a los reciclados, para hacer sus consensos, les estorbaba mucho la memoria. “¿Qué sentido tiene, a estas alturas -me decía señalando su flamante despacho- hacer un teatro crítico?”. Aunque pudiera parecer distinto, seguíamos igual, porque los mismos que antes te prohibían, democráticamente te ignoraban. Y no sabías qué hacer. Ya no formabas parte de un clamor. No eras la voz de nadie. Y denunciar los males que se veían venir ya no era compromiso, sino resentimiento. La piedra, una vez más, rodaba cuesta abajo. Prohibir no, pero controlar... El teatro, hasta entonces -el digestivo y el que indigestaba-, se había hecho con público, que era quien lo pagaba. En adelante no. Nuestro sistema represor, homologado con el de los países de nuestro entorno -un gran avance-, ejercía el control mediante la propiedad de los locales, las subvenciones a la producción, y el pago a tanto alzado de las representaciones. Del “sin público no hay teatro” pasamos al “sin administraciones no hay teatro”. Y no había otro modo. Obligadas a pasar por el aro, las fieras habían sido domesticadas.
Al teatro digestivo, que seguía vigente, se le unió entonces el teatro pedante, un subproducto del teatro crítico que alardea de su carácter transgresor.
Al teatro digestivo, que seguía vigente, se le unió entonces el teatro pedante, un subproducto del teatro crítico que alardea de su carácter transgresor, por más que sea el poder, a través de sus administraciones, quien lo auspicia y sostiene. Su paradigma es destrozar a Shakespeare, negar el texto, negar la tradición, darle la vuelta a todo: transgresiones que en otro tiempo fueron vanguardia y que ahora, en virtud de quien las paga, son moneda de cambio con la que elevar la autoestima de los políticos y de las clases medias. Los privados, atentos a su fin principal -dicho esto sin retintín-, que es el de hacer rentable su empresa, y conscientes de que, aunque buenos empresarios, no son buenos programadores, a la hora de elegir las obras se van al extranjero para que se las den ya elegidas. Leer teatro y apostar por un texto es un riesgo que no tienen por qué asumir, máxime cuando ya reciben ayudas por estrenar obras extranjeras. Y además, que “en España no hay autores”. Es lo que decían los políticos y, entre ellos, algún antiguo censor.“No puede ser que este muro lo hayan alzado solo contra mí”, las paranoias son malas consejeras, “esto va contra todos, y es entre todos como habrá que tirarlo”.
Manos a la obra, tuve la oportunidad de poner en marcha Los Teatros del Círculo (1983-1989), dos-tres salas que, por empeño personal y superando presiones, se dedicaron casi exclusivamente a estrenar autores españoles. “Y si no los hubiera, pues cerramos”. Pero había. Allí compartieron escenario los más veteranos (Sastre, Nieva, Arrabal, Riaza, Benet i Jornet, etc.), junto a los nuevos (Cabal, Miras, Boadella, Savater, Miralles, Vallejo, Jorge Díaz, etc.), a los novísimos (Del Moral, Araújo, Caballero, García Serrano, Lidia Falcón, Onaindía, Lourdes Ortiz, etc.) y a los colectivos, nuevos entonces (La Zaranda, La Cubana, La Fura dels Baus, Cambaleo, Azufre-Cristo, etc.). Estuve tan ocupado en que estrenaran todos que se me olvidó estrenarme a mí. Y cuando quise hacerlo, el muro seguía ahí. El desmantelamiento de aquel proyecto y el silencio con que la izquierda, beligerante siempre ante cierres menores, asumió su desaparición, daría para mucho. Poco acostumbrado a tragar sapos, me había sentido en la obligación de denunciar una serie de pequeñas corruptelas -tan pequeñas que hoy, visto lo visto, da risa recordarlas-, y tal atrevimiento desencadenó un pulso con quienes se llamaban a sí mismos progresistas que acabó con el cierre de los Teatros del Círculo. “No es para tanto”, me decían -por las corruptelas-, y ellos debían saberlo. Ignoraba yo entonces, pobre de mí, que semanas más tarde se denunciarían en el Congreso de los Diputados (1989) las primeras corrupciones –con mayúscula– de la democracia. Corrupciones que, al grito de “y tú más”, se han venido denunciando legislatura tras legislatura. Y ahí seguimos, de sobresalto en sobresalto, sin saber si habrá límite para esta degradación.
No había acabado aún de rodar la piedra por la ladera de la colina cuando ya Alberto Miralles me pedía que empujara en un nuevo proyecto. De nuevo cuesta arriba, con Buero Vallejo y Lauro Olmo al frente, unos cuarenta o cincuenta autores fundábamos la AAT (Asociación de Autores de Teatro) para sonrojo de quienes proclamaban nuestra no existencia. Y aunque al principio (1990) estuve un tiempo en la directiva, no fue hasta el 98, al asumir la presidencia, cuando quedé abducido por el proyecto. Representar a un colectivo tan fuertemente enraizado en la precariedad es una experiencia enriquecedora y demoledora. Entre las luces, las acciones públicas que dan visibilidad a la autoría: El Salón Internacional del Libro Teatral, el Maratón de Monólogos, la revista Las Puertas del Drama, y otras muchas que no voy a inventariar aquí (www.aat.es). Entre las sombras, las sordas reuniones de despacho tratando de ganar, milímetro a milímetro, espacio o medios para nuestras obras. Una labor tan ardua como infructuosa. Y aquí podría contar muchas historias de puntuaciones, de cláusulas, de planes, de proyectos… logros inconsistentes que, una vez alcanzados, se desvanecían. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Arriba y abajo.
El Plan General de Teatro merece párrafo aparte; pero con él nos acercamos al presente, y hay otras cuestiones, más relacionados con mi obra, que no quisiera dejar atrás. Conviene aclarar que esto no es un artículo, sino dos. PRIMER ACTO me pidió que comentara cómo se ve la crisis desde la AAT, y que, en pieza aparte, hablara de lo mismo como autor. Incapaz de desligar mi peripecia personal de la de los proyectos en los que he estado inmerso, he optado por este revolutum, convencido de que mi mejor respuesta sería un único discurso convenientemente desordenado. Hablar del pasado para hablar del presente es otra indisciplina que se justifica con la edad, pues con la edad se aprende a ver la historia no como un embutido que se corta en rodajas sino como un cauce por el que se fluye.
Digestivo, crítico o pedante son etiquetas, fórmulas, procesos que no se dan en estado puro. Yo mismo, en mi teatro, suelo mezclar lo uno con lo otro.
Digestivo, crítico o pedante son etiquetas, fórmulas, procesos que no se dan en estado puro. Yo mismo, en mi teatro, suelo mezclar lo uno con lo otro: me divierte la carpintería, es la esencia del juego; la actitud crítica va con los contenidos, y transgredir, aunque sea pedante, también es divertido. Vamos, que es un teatro muy al gusto de todos. Eso cabría pensar. Pues no: para los digestivos soy excesivamente crítico, para los opositores demasiado carpintero, y para los pedantes me sobra de lo uno y de lo otro y me falta excelencia -o talento, como se dice ahora- para desenvolverme en sociedad. Nadie, por tanto, me reconoce en las afinidades sino que se me tacha por las discrepancias.Dos actores -amigos- me devolvían un texto con estos comentarios: “¿Cómo quieres que vengan a ver esta locura? Los estamos echando del teatro”, me increpaba uno, mientras que el otro se lamentaba: “Es que es muy comercial. Yo quería una obra de esas raras que yo sé que tú haces”. Y a mí que todas me parecen normales. Si algún día sorteo los controles y estreno normalmente sabremos lo que opina el “respetable”. Y no me quejo, estrené trece obras, que, para el poco tiempo que les dedico, tampoco está tan mal. En malas condiciones, en sitios imposibles… Aun así, el resultado creo que se deja ver. (Quien quiera ver alguna: http://www.jesuscampos.com/obras-de-teatro.html).
El problema no es ese, sino el desinterés. En 2001, y con un intervalo de solo cinco días me dieron dos premios: el Nacional de Literatura Dramática, que concede el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, por Naufragar en Internet, y el Tirso de Molina, que convoca el Ministerio de Asuntos Exteriores, por Patético jinete del rock and roll; la coincidencia fue lo noticiable, y hubo prensa, que últimamente no suele ser frecuente. “¿Y ahora qué va a pasar?” me preguntaba la becaria, convencida de mi salto a la fama. “Nada”, le contesté, que fue lo que pasó. Nadie me pidió los textos, a quienes se los envié ni me contestaron, y los respectivos Ministerios ni saben ni contestan. Y esto que cuento aquí como peripecia personal es algo tan común que en las bases de los premios debería añadirse: “La institución se compromete a que no se conozca la obra premiada”.
Patético jinete del rock and roll (Sala Cuarta Pared, 2011).
Y a propósito de bases y de premios. Desde 1933, mejor o peor, si ganabas el Lope de Vega estrenabas en el Español. Hasta que en los 80 quitaron de las bases esa cláusula. Erre que erre, la de veces que habremos demandado que volviera a incluirse. Pero nada, imposible; que a un Director Todopoderoso no hay jurado en el mundo -ni aun estando presidido por él- que le pueda decir, si a él no le peta, que obra se programa en “su” teatro. Por fortuna -a veces hay fortunas-, la nueva dirección del Español no vio problema cuando se lo dijimos, y el compromiso de estrenar el Lope vuelve a estar en las Bases. Que haya tenido que dejarme la piel –que fue lo que ocurrió en alguna ocasión– por algo tan natural como que un teatro estrene la obra que premia… A esto me refería cuando hablaba de sombras, aunque esta felizmente haya acabado en luz. De momento.
Y enlazo así con los claroscuros del Plan General de Teatro. Durante más de diez años estuvimos diagnosticando debilidades y fortalezas, aportando soluciones, cediendo en lo razonable, creyendo que podíamos, para acabar rodando por una cuesta ajena. Todo comenzó por una coyuntura que se supo atrapar: estaban tan convencidos de nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo que, cuando nos pusimos de acuerdo, ya no había marcha atrás. Y así, no sin esfuerzo, se redactó este documento que sentaba las bases de un teatro más razonable. Que los autores estuviéramos allí, con las asociaciones del sector, ya era un logro, y aunque los otros logros solo nos afectaran tangencialmente –la presencia de nuestras obras en los escenarios era tangencial–, estábamos trabajando para un futuro en el que nuestra incorporación estaría normalizada. Lamentablemente –¡que siempre tenga que haber un lamentablemente!–, la crisis congeló muchas de las buenas intenciones. Aunque no todas. Algunas comunidades elaboraron sus propios planes de actuación teniendo como referente el Plan General; y en el INAEM, el nombramiento de los nuevos directores de las unidades de producción se hizo mediante concurso público -procedimiento que proponíamos- en vez de hacerse a dedo. Resultado: el Centro Dramático Nacional lo dirige un autor. Algo sorprendente. Aunque más sorprendente aún es que no lo hayan cesado al cambiar el gobierno. Una ratificación que consolida el carácter profesional de los nombramientos frente a la libre designación, tan clientelista.
La realidad ha cambiado, insuficientemente, pero al menos ya nadie nos niega la existencia. “Hay que estrenar autores españoles”...
La realidad ha cambiado, insuficientemente, pero al menos ya nadie nos niega la existencia. “Hay que estrenar autores españoles” es lo que dicen todos, e incluso hay quien lo hace. El CDN, esta temporada, estrena a diecisiete; con distinta presencia, con distinto formato, pero a diecisiete. Algo inimaginable hace apenas un año. Y hasta los privados están más permeables. Un panorama esperanzador si no fuera por la crisis, que si hace unas décadas lo que pudiera ocurrirle al teatro apenas nos afectaba, porque apenas si estábamos en el teatro, hoy nuestra suerte, por suerte, es la de todos. Y el catálogo de dolencias es agotador. Recortes en los presupuestos de las unidades de producción (ahora que nos estrenan, lo harán con menos medios). Recortes en las subvenciones, tanto del INAEM como de las distintas comunidades autónomas. Reducción y/o desaparición de las Redes (nacional y autonómicas). Caída en picado de las programaciones municipales. Los Ayuntamientos ya no contratan a precio fijo, y cuando lo hacen a taquilla, se garantizan sus gastos o cobran un alquiler, siendo las compañías las que soportan el precio político de las localidades. Demoras insostenibles en el pago subvenciones, cachet y liquidaciones de taquilla. Devolución de las subvenciones al no poder realizar el número de representaciones comprometidas. Dificultad en la obtención de créditos ¡los bancos no se fían de las Administraciones! (por el continuo incumplimiento de sus compromisos de pago). Subida del IVA, que si se asume por la empresa, reduce los márgenes, y si se repercute en el precio de la localidad reduce la asistencia. Y, lo más grave, la caída del poder adquisitivo, que acabará parando al país, y al teatro con él. En eso consiste la escenificación, en rodearnos de tal cúmulo de amenazas que el solo hecho de que no nos fusilen ya se vea como una bendición.
Y había dos opciones: o sucumbir o poner a prueba una vez más nuestra capacidad de adaptación. Colectivamente, y hablo ahora desde la Asociación, la supervivencia parece asegurada. Reducción de plantilla, cierre de nuestra antigua sede y abandono de la edición en papel son el tributo que hemos tenido que pagar. Afortunadamente, los rayos y centellas con que nos amenazan desde arriba llegan amortiguados por quienes nos atienden con mayor cercanía. Esto, y la ayuda decidida que tanto la SGAE como la Fundación Autor están prestando a las asociaciones de creadores, son el soporte que nos permite mantener la actividad. E incluso incrementarla. Con la nueva sede -que la SGAE nos cede- y el nuevo impulso en las actividades -todas voluntaristas, será por voluntad- podríamos preguntarnos que dónde está el problema. En la sociedad. Lo terrible le ocurre a las personas, no a los personajes. Lo que pueda ocurrirle a quienes los escriben o las asociaciones de quienes los escriben es un tema menor. De todos modos, con la que está cayendo, qué descanso saber que tenemos paraguas.
...no es nuestro derecho lo que reivindicamos, sino el derecho de la sociedad a tener un teatro que la exprese.
Mas no nos confundamos, que no es el gremialismo lo que más nos inquieta ni lo que nos motiva. Cuando reivindicamos una mayor presencia de nuestras obras en los escenarios, no hablamos de cuestiones laborales. Sin restarle importancia, que la tiene, lo que realmente importa es que el teatro agite, que vuelva a ser, como en otro tiempo, una voz más; queremos formar parte del clamor. Que no es nuestro derecho lo que reivindicamos, sino el derecho de la sociedad a tener un teatro que la exprese. Y aunque estoy convencido de que hay obras que podrían hacerse, lo que no hay son caminos. Aquellas transgresiones a buen precio desactivaron las actitudes críticas de quien escribe y quienes representan. Todo está por hacer. Y no me importa tanto que no tengamos medios como que nos detenga la falta de coraje. El alud de problemas que mantiene al país paralizado, de algún modo también nos enmudece. Y no veo más salida que recurrir al juego, volver a la estrategia carpintera, ser ácidos, mordientes, rearmarnos con la risa, y a quienes dicen que se “acabó la fiesta” decirles que de acuerdo, que no queremos que jueguen con nosotros, que se acabó su fiesta de corruptelas y especulación. Y de nuevo a empujar, de nuevo cuesta arriba para poner a salvo del censor reciclado y de sus herederos, el derecho a jugar.
Sísifo total.
Jesús Campos García |