Publicado en: Las Puertas del Drama. (Revista de la Asociación de Autores de Teatro), 40 (2011): 3. (Especial: Transgresión y poder).
Las formas se acartonan: con el tiempo, con el uso, pero, sobre todo, con el aplauso; y es necesario violentar la tradición, zarandearla, inventando las tradiciones del futuro.
No es nada nuevo; de hecho, la tradición es eso, romper la baraja para jugar con otra igual, aunque menos sobada. Avanzar en círculo, que es lo que se hizo siempre, solo que antes, como pasaban siglos entre mano y mano, alguien pudo creer que se avanzaba recto y con objetivo; que el arte caminaba hacia alguna parte; aunque los que sabían, sabían que no; sabían que era un regate para evitar que los que administran el aplauso pudieran silenciarlos.
El problema llegó con la velocidad, cuando las transgresiones comenzaron a amontonarse hasta tal punto que podías levantarte moderno y el mismo día acostarte antiguo. Alguien le llamó a eso posmodernidad, y acertó, porque es un término que no deja muy claro si es que la modernidad quedó atrás o si es que vas en pos de ella tratando de alcanzarla. Una confusión placentera, aunque ambivalente. La ventaja, frente a los que tratan de acotarte el mundo, es que “todo vale”: la libertad de hacer lo que te pete: ahí es nada; la desventaja es justamente esa: que “todo vale”, con lo que a la postre la última palabra es de los administran el aplauso, –no confundir con la gente que aplaude–.
El desbarajuste es tal que, como en la retransmisión de una carrera de motos, es imposible distinguir a los que van delante de los rezagados; salvo que alguien te lo explique. Lo que propiciará, como en toda dejación, la dictadura del comentarista. Explicar la carrera es la carrera, los motoristas son ilustraciones, imágenes de fondo. No es de extrañar que, en semejante circo, alguien afirme, para hacerse oír, que la pintura es un lienzo blanco, la música dos horas de silencio, o el teatro un señor que anda por ahí haciendo bostezar. Salirse del discurso de los siglos es la respuesta al acartonamiento de las formas. Barra libre, por tanto, para quienes, con tales precedentes, adopten la preceptiva del “cualquiercosismo”.
“Por favor, insúlteme, que yo le subvenciono para que la gente vea lo valiente que es usted y lo tolerante que soy yo”.
La vieja pugna del creador violentando su discurso frente al poder que le aplaude: “Por favor, insúlteme, que yo le subvenciono para que la gente vea lo valiente que es usted y lo tolerante que soy yo”, ha quedado superada al darle la palabra a los que no tienen nada que decir. Aplaudir la expresión de los que no se saben expresarse es el último grito en la esterilización del arte. Y todo este estropicio, al amparo de un “relato” intelectual, porque desde que le dieron la última palabra al comentarista, para ganar carreras ya no es necesario saber montar en moto.
En teatro, a ganar carreras sin arrancar la moto se le llama pos-dramaticidad. No sé si porque la dejaron atrás, o por que corren tras ella tratando de alcanzarla. Sea como fuere, si por entendernos, definimos la pos-dramaticidad como la actividad escénica que se produce sin personaje, sin conflicto, sin ficción y –en ocasiones– sin texto, es obvio que estamos hablando de una actividad humana que tiene más que ver con el pastoreo, la agitación, la somnolencia, los juegos de fortuna o la evacuación intestinal que con el teatro.
El teatro, el antiguo, el que se inventó en Grecia, es un juego que consiste en violentar la identidad para, con la coartada de ser el que no eres, expresar libremente tus conflictos desde distintas posiciones –el buen teatro es incertidumbre–, de forma que, al final del fingimiento, los enfrentamientos se resuelvan mediante su representación incruenta. El teatro, por tanto, es un juego cívico que solo tiene sentido en el ocio de una sociedad democrática, de ahí que los distintos retrocesos políticos trajeran consigo todo tipo actuaciones represivas o de confusión.
Por el contrario, expresar sin fingimiento alguno el pensamiento único de quien no necesita ser personaje para dirigirse a los demás con un discurso de certezas es una actividad escénica que también tiene una larga tradición, mayor incluso que la del teatro. El siglo XX dio grandes figuras que están en la mente de todos, y que no me parece a mí que sean un buen ejemplo a seguir. Quiero decir con esto que, aunque no dudo de la buena intención de quienes así se expresan, como al final la forma acaba siendo el fondo, no vaya a ser que, de tanto ejercitarse en formas integristas, acaben siendo menos progresistas de lo que ellos se creen. Comentaristas que les aplaudan no les van a faltar –el poder tiene muchas extremidades–, pero, o le abren la puerta a la incertidumbre, o acabarán haciendo la revolución reaccionaria.
Jesús Campos García |