Ponencia leída en las “I Jornadas de Autores Teatrales Andaluces”. (Sevilla, Centro Andaluz de Teatro, octubre 1995).
Publicada en: C. Álvarez-Nóvoa (ed.), El autor tiene la palabra. (I Jornadas de Autores Teatrales Andaluces, 1995), Sevilla, Centro Andaluz de Teatro, col. “Cuadernos de Teatro”, 1996, págs. 192-198).
“Guardar la obra en el cajón” era todo lo que había que hacer. Con sólo alcanzar este logro, el esfuerzo estaba ya justificado. Excepcionalmente, el texto podía ser premiado, editado, e incluso estrenado; sin embargo, visto con distancia, nada de eso parece ser que fuera la finalidad que se perseguía. Tengo la confusa sensación de que toda una generación de autores escribió textos teatrales con el único objeto de guardarlos en el cajón. La sola existencia de un teatro maldito servía para evidenciar el carácter inquisitorial de la Dictadura. Régimen frente al cual la sociedad, como defensa natural y espontánea, inventaba las más diversas formas de militancia. Escribir para ser prohibidos pudo ser la razón que motivó a varias generaciones a lo largo de ese oscuro período de nuestra historia. Y no digo con esto que ése fuera mi caso, ni el de nadie en concreto, sino más bien la causa colectiva, el banderín de enganche. Y me atrevo a exponer esta opinión sin otro argumento que la tozudez con que este hecho se repetía. Cierto que los individuos –también los pueblos– pueden cometer errores, pero cuando se persiste en ellos con esa contumacia, hasta el extremo de convertirlos en norma de conducta, cabe pensar que no se trata de algo fortuito, circunstancial o falto de significación, sino, muy al contrario, de la puesta en práctica de una necesidad latente e imperiosa.
Aquella situación aberrante dio lugar a la proliferación de textos malísimos (muchos de ellos estudiados y analizados hasta la saciedad) a los que sólo se les puede conceder el mérito de que fueron prohibidos. Ojo: y la Censura era consciente, hasta tal punto que en varias de sus actas reza, junto a la prohibición, el comentario de que la obra debería ser autorizada para vergüenza de su autor. Cierto que en ocasiones esta valoración se debía al mal gusto de aquellos siniestros individuos, pero, en la mayoría de los casos, reconozcámoslo (yo al menos así lo hago) su juicio coincidía con una desoladora realidad. Pese a todo, inmersos en una especie de determinismo, los censores ejercían la prohibición, aun a sabiendas de que así alumbraban el nacimiento de un nuevo autor maldito.
El malditismo, es un fenómeno relativamente reciente en la historia de la creación. Hasta hace un par de siglos, los creadores operaban a partir de modelos establecidos, y las transformaciones estilísticas se producían de forma paulatina y no traumática. Así, cuando un artista conocía su oficio, podía ser más o menos encumbrado en función de su sociabilidad o de su suerte, pero jamás se le negaba un mínimo reconocimiento (el suficiente para que pudiera expresarse mediante su arte). Casos como el de Van Gogh o Valle-Inclán sólo son posibles cuando la creación no se sustenta en el conocimiento de las tradiciones para reafirmarlas sino para transgredirlas. Y así, sin códigos ni baremos a los que recurrir para enjuiciar la obra de arte, con frecuencia incurrimos en errores de valoración, que sólo a veces, y con el tiempo, finalmente se reparan mediante el reconocimiento póstumo.
En la persecución de este señuelo cifra aún sus esperanzas gran parte de la autoría española. Y esto aún hoy, cuando la realidad que originó aquel modelo de militancia nada tiene que ver con la actual. No obstante, bien por inercia, bien por vicio, o simplemente por incapacidad, no pocos continúan (o continuamos) empeñados en flagelarnos con el cajón. Lógico, son las secuelas de medio siglo de masoquismo militante.
Por supuesto acepto cualquier reserva a la forma, un tanto peculiar, con que enfoco la cuestión, pero qué duda cabe de que ésta es una de las claves necesarias para entender la situación del autor en España; la más genuina, por cierto, aunque no la única, ni tampoco la más importante.
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Con la aparición del director de escena a principios del siglo XX se produce una gran conmoción. Dentro y fuera del escenario, tanto el dispositivo artístico como el mecanismo empresarial se transforman a tenor de esta incorporación. Así, no sólo en España, en todo el teatro occidental (países del Este incluidos), el actor corre el peligro de convertirse en marioneta, al tiempo que el autor es despojado de sus ya escasas funciones de creador escénico, quedando relegado al papel de escritor dramático.
En esto, como en el binomio autor-censura antes expuesto y también en las presiones localistas que más adelante apuntaré, tiremos del hilo que tiremos, siempre encontraremos el mismo ovillo: las problemáticas relaciones del teatro con el poder.
Arrabal cuenta (ignoro sus fuentes, pero la anécdota es tan verosímil que no dudo en citarla) cómo Stalin, ante el dilema de poner el teatro en manos de los actores (peligrosos por su popularidad) o de los autores (peligrosos por su actitud crítica), optó por otorgar el poder a los tramoyistas, gremio que consideró más domeñable, y así convirtió a los regidores en directores de escena; cargo éste que en no pocas ocasiones se adornó con las más altas cualidades artísticas, pero que en la mayoría de los casos sólo cumplió y cumple (generalmente, sin saberlo) funciones de comisario político.
Historias aparte, lo cierto es que el autor, ya con anterioridad a la revolución de octubre –yo diría que con el auge de la burguesía– era valorado más por sus cualidades intelectuales que por sus funciones artesanales, y esto le indujo a ir abandonando progresivamente la práctica escénica, limitando así su aportación a la escritura del texto. Consecuencia: al perderse la concepción global del espectáculo, el teatro perdió recursos expresivos, o lo que es lo mismo, se empobreció, y esto es algo por lo que conviene entonar el mea culpa. Tras esta degradación, con la responsabilidad escénica en manos del primer actor y reducida la representación a la escueta declamación del texto, la figura del director de escena (con Stalin o sin Stalin) era un mal necesario e inevitable.
Algo parecido debió ocurrir en Grecia (siglo IV a. C.) cuando el autor (en aquel tiempo escritor-escenógrafo-director, todo en uno) renunció a su condición de creador escénico y surgió el corodidascalio (antecedente del actual director). Lástima que la antigüedad nos coja tan a trasmano, pero sería interesante saber si también los corodidascalio de entonces se hicieron los dueños del cotarro y amordazaron a los nuevos e incontrolados Eurípides, Sófocles o Esquilos. Nunca lo sabremos. Lo cierto es que el teatro griego no volvió a ser lo que era.
Dicho lo cual, y para situar el tema en sus justos términos, me interesa señalar que en absoluto creo que el origen de esta situación se deba exclusivamente a maniobras maquiavélicas del poder, por mucho que éste, a posteriori, haya sabido sacar provecho de la situación. La transformación de los sistemas artesanales de producción a consecuencia de la revolución industrial produjo un cambio de mentalidades que afectó al teatro por ser ésta una modalidad creativa con grandes servidumbres económicas y organizativas. Lo cual propició que se pasara del esquema artesanal, sistema en el que las funciones no estaban estrictamente definidas, al esquema industrial o teatro de los especialistas, en el que, al elaborarse productos más complejos, se necesitó de un coordinador que aunara las diversas aportaciones necesarias para la tecnificada puesta en escena de un texto. Como suele ocurrir en los distintos ámbitos de la actividad humana, el que organiza los esfuerzos de una colectividad acaba ejerciendo el control de la misma.
Quede claro que nadie discute la necesidad de la creación escénica. Sin cuestionar sus valores intrínsecos, el texto dramático no alcanza su plenitud mientras no se soporta y complementa en los signos de la representación. (Al menos en esto, espero que exista acuerdo). Por tanto, es de justicia reconocer que, una vez abandonada por los autores esta parcela de la creación, han sido los directores de escena quienes han mantenido vigente la idea del teatro como una creación global, y no como la declamación de un texto.
Ahora bien, tras manifestar mi reconocimiento, debo añadir que esta situación no tiene por qué ser irreversible. Salvo breves paréntesis, a lo largo y ancho de la Historia, fue el autor quien, por derecho propio, asumió esta función. Y nada nos impide pensar (o desear al menos) que el siglo XX pueda ser otro de estos paréntesis.
No va a ser fácil recuperar este derecho, eso está claro. Siguiendo el esquema de Stalin, el poder político otorgó el poder teatral a los directores de escena, y no lo hizo sólo en el ámbito de la creación (lógico en ausencia o muerte del autor, discutible en el resto de los casos) sino que también le dio el poder en los despachos, situándolo al frente de los centros de decisión. Y así, con tal organigrama, ellos son quienes eligen las programaciones, quienes deciden qué propuesta escénica tiene interés. Interés para ellos, claro. De forma que recuperar a los clásicos, en el ámbito de los teatros institucionales; importar el último éxito de Broadway, en el ámbito de la cartelera comercial, o adaptar la Biblia en pasta o la guía telefónica, en el ámbito de las vanguardias; suelen ser propuestas escénicas de gran interés tanto para los directores de escena, que pueden hacer su gusto sin el incordio del autor, como del poder político (cualquier poder político), que siempre verá con buenos ojos que se hable de otras realidades que no sea la nuestra. Más aún si tales montajes son costosos y monumentales, pues así no sólo satisfacen sus apetencias megalómanas, sino que, además, tienen la coartada perfecta; pues si bien impiden el acercamiento del público a su teatro natural de aquí y ahora, a cambio les ofrecen “cultura” y “grandeza”.
A estos graves problemas (malditismo y postergación) que gravitan sobre el autor español contemporáneo, debe añadirse un tercero, ciertamente menor, folclórico incluso, y aún poco determinante debido a su corta existencia, pero que, a la larga, y si no andamos sobre aviso, puede ser igualmente dañino. Si la revolución industrial dio lugar al teatro de los especialistas, con directores de escena al frente, y la represión de la dictadura dejó como secuela una actitud victimista, la España de las Autonomías amenaza con el provincialismo, caldo de cultivo especialmente propicio para la proliferación de capillas, mafias o cortijos; pequeños grupos de presión que, al abrigo del poder (cómo no) y enarbolando nacionalismos trasnochados, defienden no los intereses del teatro (menos aún, los de la sociedad que los financia), sino los suyos personales.
Es pronto para saber qué lodos se producirán a partir de estos polvos. Pero ya en más de una ocasión se ha tenido noticia de territorios que cerraban la puerta a espectáculos escritos en lenguas distintas a la vernácula, o cómo otras autonomías confundían sus señas de identidad con el casticismo. La creación que se genera en semejante caldo de cultivo corre el riesgo de morir por asfixia, pues no hay nada más propicio que atenerse a las reglas de la mediocridad para acabar siendo mediocres.
Hasta aquí el análisis, a grandes rasgos, de la realidad (mitad persecución, mitad estado de ánimo) en la que el autor se debate. Haciendo abstracción de las razones que han podido llevarnos a semejante estado, choca la insistencia con que desde las distintas instancias de la Administración de Cultura, así como desde la profesión, desde los medios de comunicación, y por ende, desde la sociedad, se nos ha venido bombardeando con el mensaje de que no hay autores. No es de extrañar que, en consecuencia, los tan reiteradamente negados nos hayamos replegado tras esta continua humillación, acomodándonos en el nihilismo de la no existencia.
Puestos en esta tesitura, yo me pregunto: pero... ¿es que hay actores?, ¿hay escenógrafos?, ¿hay directores? Lo que desde luego no hay es público. A ver si lo que no hay es teatro. Es más, ¿existe España? Yo estoy convencido de que no. Si nos atenemos a lo que ocurre en los escenarios españoles, podemos asegurar que España no existe. Bonita paradoja. El teatro que se representa en España, justo por no representarla, es la demostración fehaciente de que España carece de realidad.
Hará unos treinta años –lustro más, lustro menos–, recuerdo que demandábamos de los empresarios que montaran más obras extranjeras. El aislamiento y el hecho de que el teatro que en aquella época se programaba no hablara de realidad alguna, justificaba sin duda esta demanda. Necesitábamos conocer qué se hacía en el resto del mundo, y la cartelera apenas dedicaba un diez por ciento a estos menesteres. Argumentaban los empresarios que el teatro extranjero no interesaba al público español, apreciación que entonces no compartíamos. Hoy, con el setenta y cinco por ciento de la cartelera copada por obras extranjeras y los teatros vacíos –cuando no cerrados–, hay que reconocer que los hechos acabaron dándoles la razón. ¿Cómo se explica entonces que, sabiendo que ésta es una de las causas que echan al público de las salas, insistan en tal despropósito? Fácil: su economía no se fundamenta en la asistencia de público, sino en los presupuestos de las distintas administraciones. Ya volveremos sobre este tema.
Con frecuencia los autores, para reivindicar nuestra presencia en las carteleras, adoptamos una actitud gremialista que se limita a la exigencia del puesto de trabajo; lo cual, a mi parecer, es un grave error de estrategia o falta de visión. La ausencia del autor español contemporáneo en la cartelera origina problemas al conjunto del teatro como fenómeno que van más allá de las meras cuestiones laborales. El más peligroso, en mi opinión, es que la sociedad española no sea representada, y por tanto no se reflexione en los escenarios.
No debería dar ideas, porque son muy capaces de ponerlas en práctica, pero si resultara que tienen razón los que afirman (en la mayoría de los casos, sin leernos) que no sabemos escribir, se me ocurre que podrían traer autores alemanes, checos o estadounidenses, para que fueran ellos los que escribieran de lo que está ocurriendo aquí. Porque lo que desde luego no parece de recibo es que el teatro que se representa en España siga ignorando sistemáticamente nuestra realidad.
Son dos las actitudes con las que, en mi opinión, los autores deberíamos responder para lograr que el teatro español volviera a reencontrarse con la sociedad a la que debe representar. Una, la denuncia de los mecanismos de represión que persisten al abrigo de intereses políticos y gremiales. Ha llegado el momento de llamar a las cosas por su nombre, y aquellos que reprimen, niegan o entorpecen la existencia de una dramaturgia propia deben ser reconocidos como lo que son: los censores de hecho de la democracia. Denunciado queda.
Mas tampoco se resuelve nada con calentarse la boca denunciando los males que nos infligen desde el exterior, si paralelamente no detectamos, reconocemos, asumimos y resolvemos las carencias que nos son propias. Y ésta sería la segunda actitud que antes anunciaba.
Basta ya de traumas. Basta ya de victimismo. Basta ya, en definitiva, de complejos de inferioridad. Y para esto, lo primero que hay que hacer, además con urgencia, es dejar de ser inferiores. Admitámoslo: la falta de formación del colectivo de autores es una de las causas fundamentales de su postración. Cuando actores, escenógrafos y fundamentalmente directores, perfeccionan y actualizan continuamente sus conocimientos, el autor sigue anclado en la concepción romántico-bohemia del creador que responde únicamente a los impulsos de la inspiración.
Cierto que al igual que cualquier otro creador, el autor se desarrolla a partir de unas cualidades innatas que le permiten convertir las vivencias insignificantes en hechos significativos, pero eso no supone que no deba amueblar su mente, enriquecer su punto de vista. Hay que desterrar la imagen del autor indocumentado, y para ello es necesario que potenciemos nuestra formación humanística. Debemos ser conscientes de que poco se puede contar cuando no se tiene nada que contar. Mas no basta con las vivencias y su elaboración intelectual, hay que conocer la naturaleza de la escritura dramática, su esencia, sus recursos y, lo que es más importante, tendremos que mejorar nuestra formación escénica en todas sus facetas para así ampliar nuestro horizonte creativo. Pues sólo desde el conocimiento del teatro en su globalidad el autor podrá recuperar la autoridad inherente a la autoría.
Una vez actualizado nuestro bagaje de conocimientos, y simultáneamente a nuestra asunción de funciones en el área de la creación escénica, debemos potenciar nuestra presencia en los centros de decisión. Ambas actuaciones son complementarias y no será posible la una sin la otra. Para poder hacer teatro no basta con saber hacerlo; si queremos que nuestros proyectos se materialicen, hay que estar en los lugares donde se decide cómo el teatro deber hacerse, y allí influir en la planificación de una política teatral que sirva para potenciar nuestra dramaturgia.
En este sentido, son dos las actuaciones que me parecen prioritarias para conseguir un sistema de producción en el que nuestro teatro se desarrolle con naturalidad (ambas fueron más ampliamente expuestas en la ponencia que presenté en Salamanca: Ideas para una Política Teatral Alternativa; no obstante las apunto aquí para recuerdo de unos y conocimiento de otros).
Debemos propiciar la reconversión del sistema de subvenciones económicas por el de ayudas en infraestructura, de forma que, una vez reducidos los costos básicos, cualquier proyecto empresarial tenga que buscar su rentabilidad en la taquilla.
Por otra parte, sería conveniente vertebrar a los espectadores mediante movimientos asociativos que favorezcan su formación e incentiven la asistencia mediante un sistema de entradas subvencionadas. (Nada que ver con la propuesta de los empresarios: subvenciones por entrada vendida, pues éstas se limitarían a asistencias colectivas y sólo para espectáculos previamente considerados de interés cultural).
Como veis, ambas actuaciones se encaminan no hacia un teatro con dinero, sino hacia un teatro con público.
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Realizado pues el Análisis, Diagnóstico y Tratamiento de las Dolencias que Aquejan al Autor Terminal, resumiría lo expuesto indicando que son varios los agentes externos que en el pasado, en la actualidad y previsiblemente en el futuro, infirieron, infieren o inferirán, si nadie lo remedia, en el normal desenvolvimiento del autor como creador escénico, así como en su posición en el organigrama empresarial o de gestión. A destacar:
A. La presión de la censura durante un largo período de nuestra historia reciente (en el ámbito nacional).
B. La irrupción del director de escena que asume el mando en los escenarios y en los despachos (fenómeno que afecta al teatro occidental, en su conjunto).
C. El casticismo, o el arte de mirarse el ombligo (amenaza que se va fraguando al socaire del poder local).
Directamente, como secuela derivada de tales agresiones, el autor sufre un fuerte complejo de inferioridad, con el agravante de que tal complejo está justificado, pues tras largos períodos de inactividad (bien por prohibición, bien por marginación) ha caído en un estado depresivo, con el consiguiente abandono de su formación.
Este mal, que afecta a uno de los órganos vitales del cuerpo teatral, impide que la realidad del país tenga presencia en los escenarios, con la ya conocida reacción del público que abandona las salas.
La recuperación del equilibrio perdido debe abordarse de forma inversa a cómo los males se originaron:
1. Denuncia de los nuevos sistemas de censura.
2. Formación del autor para mejorar su conocimiento del hecho teatral y así superar el complejo y la inferioridad.
3. Recuperar el protagonismo creativo.
4. Tomar posiciones en los centros de decisión.
5. Defender una política de públicos, formando y subvencionando a las asociaciones de espectadores.
En definitiva, no se trata sólo de dar respuesta a una serie de intereses gremialistas. El resurgimiento del autor supondrá un beneficio para el teatro en su conjunto. También para la sociedad que lo sustenta, pues de nuevo los escenarios servirán para que su realidad sea representada y reflexionada.
Jesús Campos García |