Publicado en: Las Puertas del Drama. (Revista de la Asociación de Autores de Teatro), 39 (2011): 3. (Especial: El público).
Quien paga, manda. Lo que no significa que necesariamente haya que hacerle caso. De este sometimiento y de esta insumisión es fruto la historia de arte. También la del teatro.
Tal vez no fuera así en la prehistoria escénica, cuando el juego de representar surgía espontáneo en fiestas y reuniones, pero a poco que el juego se “normaliza”, pasando a formar parte del orden social de la ciudad, el oficiante es valorado por su oficio y ya no solo es aplaudido, sino también remunerado. Tan remunerado como condicionado. La eficacia –peligrosa– del juego dramático así lo aconseja. Representar la realidad es cuestionarla, y cuestionarla colectivamente. Lógico, pues, que semejante juego inquiete e incomode a los que se saben responsables de esa realidad.
Asumir el control e imponer su visión del mundo es todo uno. La monarquía, el clero, la nobleza, cuando no el imperio, se valieron del juego escénico para inculcar los valores que consolidaban su poder, con conatos más o menos subversivos, pero con el discurso global bien controlado. Ellos pagaban, ellos mandaban.
Y esto fue así hasta que un hecho insólito, en apariencia vano, va a cambiar la historia del teatro: con la irrupción de los corrales, el público es quien paga y por tanto quien manda, pues asistiendo o no, el público sanciona las programaciones. Una pérdida de control que se subsanará con la censura, también llamada Inquisición. Pese a todo, el ciudadano, tal vez sin ser consciente, se está iniciando en el proceso democrático de incidir con su opción personal en la decisión común.
Ha de pasar más de un siglo para que el teatro supere su pasado unipolar (1) y se convierta en soporte de los debates de la Contemporaneidad. Ya no es solo que elijamos en función de lo que nos divierte, es que lo que nos divierte expresa nuestra visión del mundo. Ahora elegir es una clara opción política y, lo sepan o no, los espectadores, al elegir, se diferencian y se identifican. En definitiva, se posicionan.
La amenaza que se intuía es ya una realidad. ¿Qué hacer entonces para mantener bajo control un foro de debate cuyos resultados resultan a todas luces imprevisibles? La Inquisición no parece compatible con la democracia, y como si el control fuera un valor al que el poder no está dispuesto a renunciar, qué casualidad, vuelven a estar vigentes los métodos de antaño: titularidad pública de los espacios y pago de los costes de la representación. Y no hace falta más, pues ya se sabe: en “democracia” todo el mundo es libre de hacer con sus medios lo que con sus medios le será imposible hacer.
Inercias aparte –y a la de ejercer el control le queda recorrido–, también entre los políticos hay demócratas auténticos que propugnan una administración neutral que ofrezca las infraestructuras para un teatro en libertad. A lo que no habría nada que objetar, salvo la fragilidad del propósito, pues en la práctica estos son minoría, y la realidad se obstina en mostrarnos un teatro fuertemente intervenido en el que el ciudadano, sin más voz que el precio político que paga por su localidad, apenas influye en las programaciones.
Y aquí los profetas del libre mercado augurarían: “No más subsidios, la cultura para quien la pague”.
En las fauces de la crisis y cuando el cambio de sistema parece inaplazable, cabría preguntarse: ¿el problema es que el teatro lo pagan las administraciones, o que los ciudadanos no son plenamente conscientes de que quienes pagan a las administraciones son ellos? El hecho de que el pago de la cultura se haga vía impuestos, socializando su disfrute, no significa que no sean los espectadores los que corren con los gastos, y si es así, ¿por qué no están representados como tales en los centros de decisión? Les representan los políticos que eligieron en las urnas, sería la respuesta. La verdad es que el despotismo ilustrado no es lo peor de nuestra historia, pero ¿no va siendo hora de dar un paso más? Y no estoy propugnando una solución asamblearia, pero sí la creación de organizaciones a través de las cuales los ciudadanos, interviniendo ante los centros de decisión, sean algo más que meros espectadores.
(1) Unipolar en cada tiempo y en cada lugar, por más que el resultado sea diverso en su conjunto.
Jesús Campos García |