Jesús Campos García
Autor teatral, director y escenógrafo

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Carne a la pimienta


 

 

 

 

 

 

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Publicado en: Las Puertas del Drama, núm. –3 (Invierno 1999), pág. 3
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En folios blancos, como este en el que ahora comienzo a garabatear, o en la pantalla, cuando quien escribe gusta de hacerlo como si tocara el piano; sea cual fuere el soporte —que los hubo más primarios y los habrá más tecnificados—, sirviéndonos de la escritura, los autores proyectamos la obra, soporte y estructura del hecho teatral. Que aquí, en la soledad del escritorio y no en el ajetreo del escenario, es donde se crea de la nada (?) lo que posteriormente será interpretado.

Y me pregunto si “de la nada”, a sabiendas de que nada se produce de la nada, mas así me doy pretexto para precisar, antes de que alguien infiera de estas líneas una voluntad de magnificar al autor-creador, que, en mi opinión, el acto creativo no es sino una interpretación de la realidad; así como a su vez la interpretación de la propuesta —texto, guión, coreografía— conlleva necesariamente aportaciones creativas; que, a la postre, todo es cuestión de grado.

Propuesta e interpretación son de hecho las aportaciones vitales de las que siem­pre se nutrió el arte escénico. De ahí que en el teatro la escritura dramática sea casi tan esencial como la actuación. Y digo casi porque, en ocasiones, se representan obras cuyas propuestas no fueron escritas (ni siquiera reflexionadas previamente), en las cuales la creación se produce simultáneamente a su interpretación (o viceversa), y que no deben ser obviadas por la circunstancia de ser infrecuentes.
Excepciones aparte, texto y acción (propuesta e interpretación) constituyen el sine qua non del teatro, lo demás son aditivos; nobles, valiosos, enriquecedores, pero prescindibles. Lo que no significa que tengamos que prescindir de nada. Cada sociedad genera el teatro que la expresa, y la nuestra, compleja y tecnificada, ha optado por un teatro complejo y tecnificado. Aunque siempre cabría preguntarse si ha optado o la han hecho optar. Sea como fuere, parece evidente que la acomodación a ciertas aberraciones sociales, tales como las leyes del negocio en el teatro comercial o las del rendimiento político en los montajes institucionales, ha producido una mutación del proceso creativo que menoscaba el valor del teatro como herramienta de conocimiento.

Al parecer, la moda dictamina que los aditivos suplanten a los fundamentos. (Algo así como si en materia culinaria convirtiéramos la carne a la pimienta en pimienta a la carne). Y esta es la mutación a la que me refería. Los aditivos escénicos han enriquecido sin duda el acabado, y no habría nada que objetar si no fuera porque esta preponderancia de lo escénico ha ido acompañada de un cierto menosprecio hacia el contenido. Así, semejante moda nos ha llevado a la paradoja de que, con más recursos para expresarnos, es menos lo que expresamos; lo que ya es algo, que en ocasiones, extremando el despropósito, solo alcanzamos a expresar la vacuidad, en una suerte de barroquización motivada no por el horror sino por la com­placencia ante el vacío.

Afortunadamente, si algo bueno tienen las modas es su caducidad. Agobiados por el bombardeo incesante de discursos descerebrados, hartos de la laxitud del pensamiento único (o del no pensamiento), en algunos reductos, y de modo incipiente, comienzan a demandarse contenidos que dignifiquen nuestra condición de consumistas culturales. Y así, al socaire de esta nueva tendencia, el texto dramático vuelve a recuperar posiciones frente a la hegemonía de lo escénico.

Sin la más mínima voluntad de reclamar preponderancia alguna, y solo con el deseo de que los flujos y reflujos de la moda no propicien ríos revueltos, escribo aquí sobre la escritura, invitando a escribir a los que escriben en esta revista que es la suya, y que debiera ser lugar de encuentro con otras gentes del teatro, para así, en el ágora de sus páginas, reflexionar sobre este oficio nuestro y sobre sus imbricaciones con las distintas partes del todo teatral. Que si el teatro del siglo que se nos avecina ha de fundamentarse en nuestros textos, a todos, pero especialmente a nosotros los autores, nos corresponde la tarea de revitalizar su discurso, a fin de que esa minoría mayoritaria que constituye el público teatral encuentre en los escenarios lo que otros medios le niegan.

Apliquémonos, pues, con la escritura y con todo lo que de ella se deriva, que, garabateando o tecleando, en nuestra mano está —¡ahí es nada!— el teatro del futuro.

 

Jesús Campos García



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