Publicado en: Las Puertas del Drama. (Revista de la Asociación de Autores de Teatro), 35 (2009): 3. (Especial: Teatro del ocio. Consumo de teatro en España).
Perder el tiempo, como dejar correr el agua, podría llegar a considerarse delito ecológico. Aun así, yo suelo solazarme con ese despilfarro, por mucho que la ecología, en su vertiente más eclesiástica, se empeñe en culpabilizarnos hasta por respirar. Vivir el tiempo libre en libertad debería ser el mínimo derecho exigible al modo de vida occidental, aunque de momento parezca inalcanzable. Si entregamos nuestro tiempo a la causa común de construir una sociedad capaz de devolvernos tiempo, tampoco es mucho pedir que no nos lo devuelva envenenado. Que es justo como lo respiramos: con altas emisiones de “ideas CO2”.
Tampoco es que esto sea un invento reciente, ya los romanos sabían que la conquista se hacía con las armas, pero que para colonizar a fondo lo mejor era el ocio –Teatro y Circo, hoy Cultura y Deporte–; ofrecer tiempo libre, y pacífico, aunque no inocente.
Doy por sabida la utilización doctrinaria que se hace tanto de la práctica como de la contemplación del deporte –participación, competitividad, esfuerzo, superación, éxito; valores muy rentables en todo tipo de empresas: económicas, políticas, militares…– para centrarme en las contaminaciones culturales, no solo porque sean las que más nos conciernen, sino, sobre todo, por ser las más perniciosas.
Así, a bulto, y visto el uso que suele hacerse de la cultura –distintivo de clase, diadema del poder, festejo municipal, promesa electoral, justificación del canapé–, cabría dudar de su conveniencia. No obstante, y a pesar de ser el ocio más manoseado, es, al mismo tiempo, el más resultón. Nada viste tanto como la cultura y tal es así que, entre sus posibles definiciones, bien podría decirse que la Cultura es la vestimenta con la que se engalana el necio para disfrazarse de sabio. Por fortuna, caben otras, aunque esta siga siendo la acepción que más se ajusta a la realidad. Ya Molière la apuntaba con sus “Preciosa ridículas”, cuya sabiduría –a día de hoy y sin distinción de sexos– es necedad frecuente. Más que nunca, lo actual es estar… a la última. ¡Ah, lo moderno! No digamos ya si es multidisciplinar. Y ¡ay de aquel que se atrase!, porque el abismo se abrirá a sus pies.
Pedanterías aparte, Occidente, entre museo y concierto, se adorna y entretiene con la ficción grabada: el audiovisual. Mucho más que un teatro romano, dónde va a parar. La tecnología artística o los nuevos espejos de la realidad –con sus imágenes conformantes, que no deformantes– cuyos reflejos se empañan demasiado a menudo por los humos de la cultura industrial. Y aquí cabrían tantas preguntas sobre los contenidos, sobre su tratamiento, sobre la visión del mundo que tratan de imponer.
Y estas son, entre otras menores, las dos grandes opciones –ambas pasivas– de nuestro tiempo libre: la contemplación del deporte, que te permite disfrutar como propio del éxito ajeno o culpar a los otros del fracaso; y la visión perversa de la humanidad –guerras, mafias, psicópatas…–, que justifica la represión, cuando no la conveniencia del “justiciero”. Cierto que siempre el drama se genera en torno a las conductas más lacerantes de la condición humana, solo que hay miradas que permiten creer en el futuro, mientras que la contemplación de la violencia integrada, sin más, en la cotidianidad, nos ancla a lo peor de nosotros mismos y nos condena al pasado.
(En cualquier caso me importa aclarar que no abogo aquí por un tiempo vacío; la alternativa al ocio industrial no es para mí la nada, sino la opción individual, la pluralidad).
Y sí, hay una cierta diversidad. Existen otros ocios, como también existen otras filmaciones: las que se emiten con nocturnidad o las que ni se ven; pero lo que se ve, la mayor franja horaria de nuestro tiempo libre está contaminada por el ocio industrial. Un sistema generador de mentalidades que responde a una formula compleja –esto no es el Imperio Romano y, en democracia, la manipulación debe ser más sutil– a la que ahora se suma la confusa libertad de Internet y la nueva exaltación de la violencia desde los videojuegos. La industria es poderosa y determina qué es lo que debe hacerse. Ya solo ser industria es argumento y razón suficiente –puestos de trabajo, cuotas de la seguridad social, producto interior bruto– para que los contenidos se defiendan en términos de rentabilidad. Incontestable. Y poco o nada puede argumentar el individuo, desde su economía particular, ante a ese poder inconcreto de múltiples cabezas: el empresariado. Otra cuestión, ya, sería saber a qué se debe la exaltación, vía presupuestos, de las llamadas industrias culturales.
Pero, ¿y la artesanía? ¿Qué hace el teatro en los albores de siglo XXI?
(Continuará).
Jesús Campos García |