Publicado en: Las Puertas del Drama. (Revista de la Asociación de Autores de Teatro), 34 (2009): 3. (Especial: El teatro en la España de las Autonomías).
Nadie clama por nada. En el origen de cada discurso siempre hay un motivo; personal, sí, pero no ajeno a la motivación que hace clamar a los demás. Ahí radica el carácter universal del arte, en que todos clamamos por las mismas cuestiones. La temática es zona compartida: nos inquieta la muerte, nos subleva la injusticia, nos excita el sexo; y así, mayores o menores, los temas que nos mueven conciernen igualmente —que no por igual— a todo ser humano. Otra cuestión, ya, es cómo los expresamos, la naturaleza del clamor.
Así, frente a la unanimidad en el origen, el solo empleo de las palabras nos subdivide; pues tanto su elección como la forma de articularlas varían en función de nuestra distinta formación, de nuestra distinta historia, de nuestro distinto entorno. Omito, por obvia, la subdivisión que se genera por el uso de las diferentes lenguas, y pongo el énfasis en los innumerables signos no verbales que forman parte de nuestra expresión artística, signos aprendidos, vinculados a nuestras emociones y que son la urdimbre con la que se teje nuestra memoria; porque es nuestra memoria, en definitiva, con su universo de signos compartidos, lo que nos hace grupo. Y es por esto por lo que la expresión artística, universal en su fondo, se nos muestra rabiosamente local (o grupal) en su forma: una contradicción intrínseca y natural, nada perversa, que, lamentablemente, dio, da y dará mucho juego político. O económico, que ambas cuestiones siempre se corresponden.
Ya los romanos consolidaron su imperio construyendo teatros a su imagen y semejanza. Hollywood no inventó nada al inyectarnos en vena el modo de vida americano. Y es que, si la memoria común nos constituye en grupo, quien te injerta su memoria acaba censándote en «su» aldea global. En clave doméstica, Franco lo tenía claro, se lo habían dicho los Reyes Católicos: España, una y punto. «El pensamiento único» que ya proclamaba la Inquisición. Con un pasado así, pedir cierta coherencia podía parecer un imposible. Mas no lo fue y, si no en todo, en parte sí se pudo.
La Transición, sin apenas transición, transformó nuestra memoria imperial en memoria confederada. Recuperamos la intimidad, el modo natural de ser distintos, el gusto por lo próximo, la dimensión humana. Cierto que hay sacristanes en más de un campanario ensimismados en su propio paisaje, pero esos son los gajes de la Historia, con sus vaivenes, siempre de extremo a extremo. Quinientos años de absolutismo justifican con creces unas décadas de mirarse el ombligo.
La cuestión es saber si, ahora que hemos consolidado el derecho a expresarnos desde nuestro universo local, vamos a saber situar nuestro discurso en ese otro espacio que igualmente se nos había negado: el de la humanidad. Y aunque de momento andemos aún algo enredados en el laberinto autonómico, doy por supuesto que, más pronto que tarde, encontraremos el modo de relajar las fronteras internas para que esta nueva realidad, que tanto ha favorecido a la creación, no sea un impedimento para la libre circulación de las creaciones.
(Aquí convendría hacer una salvedad: Madrid, que arrastra del pasado la estigmatización del antiguo centralismo, lejos de seguir aireando su condición de rompeolas de las Españas, lo que no deja de tener un cierto tufillo imperial, debería por el contrario procurar que la libre circulación, necesaria y aconsejable, no suponga un impedimento para sus propias creaciones. Pero ya se sabe cómo son los conversos: más papistas que el papa; y es por esto, seguramente, por lo que necesitan reafirmar su fervor autonómico ensalzando lo ajeno en detrimento de lo propio).
Excepciones aparte y, superados estos sarampiones, parece deseable, y no imposible, que este nuevo sistema nos permita conciliar la necesidad de expresarnos a través de lo propio y cercano, con el deseo de hacernos un hueco en lo ajeno y distante. Es algo que forma parte de la expresión artística: entenderse y hacerse entender; cualquier creador, cualquier sociedad podría suscribirlo. Y tampoco debe ser tan difícil que quienes administran nuestra cultura entiendan, treinta años después, que el verdadero sentido de trabajar en cercanía no es el de favorecer el aislamiento, no digamos ya el clientelismo, sino el de enriquecer nuestros discursos, o el de fortalecer nuestra universalidad, que viene a ser lo mismo.
Y a los que sigan empeñados en dibujar rayas en los mapas, habrá que quitarles el bolígrafo en las urnas.
Jesús Campos García |