Publicado en: Arriba, 31-III-1977 .
En el conjunto de modos de creación con los que nos comunicamos, sobran ejemplos de cómo desde las esferas del Poder, y de una forma más genérica, desde las clases dominantes, se pretende, de forma sistemática, establecer el confusionismo, sobrevivir en la ambigüedad, utilizar esos modos que se suponen representativos de una “oposición” para desvirtuar sus valores y restar eficacia a los símbolos, signos, creaciones, organizaciones o simples términos de lenguaje, que de alguna manera puedan atentar contra el orden establecido, sin plantearse la mayor o menor justicia de este orden, y con absoluto desprecio de la misma.
El teatro no es ajeno a esta labor de erosión que, desde el campo del lenguaje, se organiza, encaminada a realizar un lento y progresivo deterioro de los conceptos, ante el que debemos estar despiertos, dada la multitud de trampas que se nos tienden. Dentro de este bosque de ambigüedades, como ejemplo, voy a centrarme en el término Teatro Experimental, título de este comentario.
La creación del “teatro de la última novedad” fue siempre un fenómeno admitido como parcela de desfogue de exóticos y esnobistas, el más difícil todavía de la imaginación, de la politización o del desmadre, algo así como la reserva donde aislar a los elementos peligrosos en el terreno de la creación; los términos “cámara y ensayo”, “experimental”, “vanguardia”, “independiente”, que nacieron como una necesidad de clarificar la actitud crítica y comprometida de los que así se autodenominaban, han sido rápidamente admitidos por la sociedad en general y por los medios de teatro al uso en particular, convirtiéndose en camisas de fuerza del lenguaje, dentro de las cuales, convenientemente aislados los “cuatro chiflados” de cada generación, son arrinconados, hasta su posterior establecimiento en la Cultura, con mayúscula, acontecimiento que se producirá cuando la ubicación o el natural envejecimiento permita su doméstica utilización.
Nos han hecho olvidar que toda creación, por consiguiente todo teatro, ha de ser de ensayo, ha de ser experimental, ha de ser independiente, y el admitir esta terminología como denominadora de un sector (que por añadidura es el que se desenvuelve en la mayor penuria y restringido a una menor difusión) presupone admitir que puede darse un teatro creativo en el que se no experimente, no se ensaye, no se vaya en punta o no se actúe con libertad. Si la creación es el descubrimiento de nuevos signos de comunicación, los teatros que se limiten a la reproducción de los signos descubiertos previamente por la vanguardia, repitiéndolos posteriormente cuando son admitidos por la sociedad, no solo no son creativos, sino que son destructivos, en la medida que producen confusión y restan eficacia a las obras realmente clarificadoras, objetivo fácilmente alcanzable por la rutinaria limitación y repetición de estilos y modos, que acaban convirtiendo el grito aislado en ruido continuo que no produce sensación.
En mi opinión, la cultura se hace cada día, y bien está que existan museos donde, a modo de cementerios, se respete y sacralice la cultura de nuestros antepasados; admito más: bien está que se utilice lo que en cada momento histórico recupere validez. Pero repetir como un eco las formas de creación que pertenecen a un pasado más o menos próximo denuncia un cierto gusto por el cadaverismo cultural que nada tiene que ver con el culto a los muertos, sino más bien con el culto a los fantasmas.
Tal vez no sea innecesario aclarar aquí, a los que quieran coger el rábano por las hojas, que la creación no puede partir del vacío, olvidando las raíces de una cultura común, aunque para ello habría que distinguir previamente entre cultura real y cultura y oficial, y en última instancia, habría que definir el término cultura, no menos sometido a equívoco que los que estamos analizando.
Hechas estas puntualizaciones, yo afirmaría que un teatro vivo necesariamente ha de partir del ensayo, del experimento, de la vanguardia, de la independencia; que la sociedad necesita otro teatro para el comercio, en la misma medida que pueda necesitar una tienda de alpargatas o una agencia inmobiliaria, podemos entenderlo, aunque no aceptarlo, pero en cualquier caso no confundamos la creación con la respuesta a unas necesidades de consumo en las que el arte esterilizado, lejos de poner en contacto con su realidad a sus dóciles consumidores, solo pretende y consigue sumirles en la ambigüedad, en la confusión, en el río revuelto para la consiguiente ganancia de pescadores.
Jesús Campos García. |