Ponencia leída en el Foro de Debate “El teatro español ante el siglo XXI” (Valladolid, 2001).
Publicada en: César Oliva (ed.), El teatro español ante el siglo XXI, Madrid, Sociedad Estatal Nuevo Milenio, 2002, págs. 249-255.
No sólo no voy a agradecerle a la Sociedad Estatal Nuevo Milenio que haya tenido la gentileza de invitarme a participar en este foro sino que, les digo más, creo que no se lo podré perdonar mientras viva. Ya, ya sé que son ajenos... vamos, que ignoran incluso a qué peligros tendré que exponerme a consecuencia de su petición; pero puesto en el brete de participar en una sesión que se celebra bajo el epígrafe de “La palabra, creación de textos escénicos”, me he visto en la necesidad de responder adecuadamente a este constreñimiento.
¿Pero responder, cómo? Dos veces preparé mi intervención, teniendo claro qué era lo que pretendía decir, aunque sin encontrar el modo de decirlo. Bueno, de decirlo y de que lo dicho pudiera despertar algún interés. Lamentablemente, el viernes se me ocurrió una idea. Sí, lamentablemente. Miren, tener una idea no significa nada, no resuelve nada, y encima te obliga. Intuyes que puede ser la forma y, sin mayor motivo, comienzas a maquinar. Además, el problema con las ideas, en mi caso al menos, es que suelen ser bastante inconvenientes; porque no es que no te ayuden, es que te aumentan la dificultad. Y aunque en estos desafíos uno suele crecerse, créanme: enfrentarse a una idea no es plato de gusto.
“Signos, que no palabras” es, en esencia, lo que pretendía... lo que pretendo decir; o sea, que con el título bastaba. Pero las estrategias me fascinan; me encanta jugar. Así que me dije: diré lo mismo, sólo que complicándome la vida; que un autor es eso: alguien que se complica la vida diciendo algo muy simple mediante una estrategia muy compleja. En esencia, el juego consiste en enfrentar todo contra todo, tratando de alcanzar un resultado incierto; y en su desarrollo cabe el empleo de todo tipo de lenguajes, por más que la historia de la literatura dramática nos haya encasillado atribuyéndonos el empleo de un solo código, el de las palabras.
De ahí la ocurrencia de organizar mi intervención jugando con signos tanto verbales como no verbales. La idea, como ven, tampoco era tan mala, salvo por los signos elegidos; y no por todos, sólo por los no verbales, o más exactamente, por culpa de uno de ellos.
(Cojo una cesta redonda, de gran tamaño, plana y con tapa, que tengo oculta bajo la mesa, y la coloco sobre ésta sin dejar de hablar.)
Y no es que el dichoso signo entrañe ningún tipo de riesgo para ustedes. No, no es eso, se lo aseguro. Tranquilos, que no tienen nada que temer. La cosa, al menos para ustedes, no entraña ningún peligro. Aunque sí da cierta repugnancia. Bueno, más que repugnancia, prevención. (Pausa.) Miren, qué quieren que les diga: preferiría que no se me hubiera ocurrido. (Pausa.) El tema sí; que siempre es bueno, aunque solo sea una vez cada treinta años, extraer conclusiones de lo que ha hecho uno en ese tiempo.
Lo elegante, sin duda, hubiera sido argumentar mi participación en este foro analizando la obra de terceros, pero ni me considero un ensayista, ni tengo suficiente conocimiento documentado del teatro mundial como para adornarme teorizando con teorías de otro. Así que antes que caer en la pedantería de aparentar ser el que no soy, prefiero cometer la impudicia de hablar de mi teatro.
Para quien no lo sepa, les diré que siempre realizo el espacio escénico y la dirección de mis obras; de ahí que jamás se me haya ocurrido distinguir entre qué signos correspondían el ejercicio de uno u otro oficio. Probablemente, tampoco hacía ni maldita la falta, pero me lo pensé, y ya que está pensado, espero que les sea de utilidad.
En mi último montaje, Danza de ausencias, el signo no verbal de mayor entidad era, sin duda alguna, la itinerancia. El texto (cuatro monólogos) se representaba en salas contiguas con distintos espacios escénicos (frontal, pasarela, en V y circular), y el público era conducido por el Cortejo de la Muerte de un lugar a otro, según ésta iba visitando a su clientela. Reproducía, así, “en contemporáneo”, el esquema de los carros del Medievo, montando mi Danza tal como se representara su antecesora, la Dança General. Pues bien, éste es un signo que se introduce durante el proceso de la puesta en escena, y en nada hubiera afectado a la propuesta autoral el que los textos se hubiesen representado en un solo espacio. Y pongo este ejemplo en primer lugar para que quede claro desde el primer momento que no es mi intención atribuir a la dirección escénica una función técnica sin más atribuciones que la de aportar signos meramente ilustrativos.
En Es mentira, en cambio... Por favor, la luz. En Es mentira, digo, que se estrenó en el 80...
(Baja la luz de sala y proyecto una diapositiva en la que unas ratas gigantes rodean a Matilde.)
(Es mentira. Teatro Lavapiés, 1980).
...Matilde, encerrada en un sótano-cueva-alcantarilla, juega con unas ratas gigantes. Hay otros muchos signos no verbales necesarios para la progresión del drama, pero me centraré en éste. Por lo que hablan entre ellas, podrían ser un grupo de niñas que se chinchan jugando en el recreo; sólo que son ratas. Eso sí, miren sus pies y sus manos, de persona. Y es que, a partir de este indicio, en el transcurso de la representación se irá revelando su “humanidad”: primero, por los utensilios que manejan; luego, al incorporarse.
(Diapositiva del final de la obra, con las ratas fusilando a Matilde.)
(Es mentira. Teatro Lavapiés, 1980).
Y finalmente, al tomar las armas y formar el pelotón de fusilamiento que ejecutará a Matilde. Huelga decir que la imagen de las ratas así concebida es parte intrínseca de la propuesta autoral, y que cualquier alteración al respecto iría en menoscabo de la significación global de la obra.
(Fuera diapositiva.)
Más incuestionable aún como signo autoral es la oscuridad de A ciegas. El estreno fue en el 97, pero se comenzó a escribir... quiero recordar que en el 93. Pues bien, antes de poner sobre el papel la primera palabra, lo único que tenía claro es que la obra se representaría en la oscuridad; no en una oscuridad convencional, sino en la más absoluta y total oscuridad. Partiendo de esta premisa, la acumulación de informaciones y el ritmo con que éstas se producen viene condicionado por el hecho de que el espectador carecerá del sentido de la vista, y esto me permitirá desplegar una serie de piruetas seudofilosóficas, entreveradas con coñas marineras, que difícilmente se hubieran podido sostener a las claras. Mas la oscuridad no solo permitía los excesos argumentales, sino que posibilitaba el empleo de recursos olfatorios (el olor a puerto) o táctiles (el viento, el salpicar del agua); sin olvidar los ruidos, que, sin la vista, alcanzaban un distinto valor.
(Casualmente, apoyo la mano en la cesta.)
¡Ah!, y la imagen final. La única. La obra se resuelve con una imagen. La verdad es que no concibo cómo se hubiera podido crear este espectáculo siendo uno el que escribiera las palabras y otro el que aportara los signos no verbales.
(Al advertir que tengo la mano apoyada en la cesta, la retiro tras un mínimo, casi imperceptible sobresalto.)
En casi todas mis propuestas, no en todas —que no estoy diciendo que tenga que ser obligatorio: las cosas están ahí, y se utilizan cuando se necesitan—, pues ya digo, en casi todas se producen asociaciones de signos de distinta naturaleza. En Entrando en calor —lamento no haber traído diapositivas—, el contrapunto entre texto e imagen es absolutamente necesario para que el final sea creíble. La acumulación de víveres, las magulladuras o la silla de ruedas son signos tan necesarios como las situaciones erótico-festivas con las que Adán y Eva tratan de evadirse de la realidad. Solo desde el suministro contradictorio de las informaciones, que el espectador recibe en paralelo por la vista y por el oído, puede llegarse de forma convincente a la culminación de este drama.
(Entrando en calor. Sala Mirador, 1990).
La relación podría ser mucho más extensa, pero ni es el momento, ni tampoco es necesario, así que con ésta acabo. En 7000 gallinas y un camello, el texto tiene un carácter subsidiario; por supuesto que articula y matiza, pero los discursos primordiales se soportan el uno en la música y el otro en la zoología.
La obra comienza en un marco suntuario, con una orquesta de cámara algo decadente que interpreta en directo La Primavera de Vivaldi. Irrumpe el mundo de las gallinas...
(Diapositiva de la granja, con las gallinas al fondo.)
(7.000 gallinas y un camello . Teatro María Guerrero, 1976).
... y tras el cataclismo, el mismo concierto, ya enlatado, se utiliza como música ambiental para mejorar la producción en la granja. Finalmente, y retirados de la escena los signos de la mediocridad, de nuevo La Primavera —ahora con un tratamiento popular: flamenco y rock— se interpreta con aires de esperanza y de libertad (conviene recordar que la obra se estrenó en el 75). Sólo el bloque central se desarrolla con el empleo de un texto al uso, y éste, a su vez, cruzado transversalmente por una metáfora zoológica: gallinas o camello, producción o aventura, realidad o utopía.
Y por supuesto, nada de reproducciones: las gallinas, reales. Que esa es otra, gallinas verdaderas. Solo con gallinas reales podremos hacer creer al espectador que en cualquier momento podrá entrar el camello en escena; lo cual, por otra parte, jamás se producirá. Lo importante era crear la expectativa, que pareciera posible, y para eso, qué mejor que tener un camello y sacarlo a pasear...
(Diapositiva en la que poso junto al camello frente al Ayuntamiento de Valencia.)
...o llevarlo a las entrevistas de televisión. No fue posible tenerlo en el balcón del María Guerrero, como hubiera sido mi deseo, porque la oficialidad pretextó que los camellos no saben subir escaleras. Anécdotas aparte, con el teatro oliendo a estiércol y el camello por el vecindario, ya era más que suficiente para fijar los signos; el uno por su presencia y el otro por su ausencia, que, insisto, el camello jamás entrará en escena. Y así, dos elementos de un campo semántico poco usual —el zoológico—, que en sí carecen de connotación alguna, articulados con el discurso verbal se convierten en referentes de la realidad y la utopía. ¿Quieren subir la luz?
(Fuera diapositiva y sube de intensidad la luz de sala.)
Gracias. Por tanto, no solo con signos no verbales, sino también con su expectativa; que la expectativa del signo es un signo en sí. ¿O no? ¿O es que es menos real Godot que Hamlet? El signo imaginado forma igualmente parte del discurso. Y así, con supuestos indicios, o dando referencia del referente, podemos crear una expectativa que llegue a formar parte de nuestra estrategia con la misma eficacia que con los signos presentes y reales. Sin ir más lejos...
(Digo poniendo mis manos sobre la cesta.)
...un continente podría ser indicio de que hay un contenido; si a esto unimos el comentario “No tienen nada que temer”, qué duda cabe de que todo lo que ocurra a continuación estará mediatizado, influido, contaminado por esta presencia. Y no por lo que se ve, sino justamente por lo que no se ve. O si no, juzguen por sí mismos. Especialmente ustedes, los de la primera fila. Creada la intriga, el espectador quedará expectante, y poco importa que no haya nada dentro...
(Alzo la tapa e introduzco la mano en la cesta, fingiendo repugnancia. Y tras una pausa, saco una cuerda.)
...o que sólo haya una cuerda. (Pausa.) Decepcionante, ¿verdad? Ya supongo que hubieran preferido unas ratas o, al menos, unas cucarachas. Pero qué quieren, las expectativas tienen estas cosas. Claro que también las estrategias pueden depararnos sorpresas. Y así, con una de cal y otra de arena, podríamos armar un discurso en el que se pusiera de manifiesto la eficacia de incorporar a la propuesta autoral los signos no verbales. O si no, a ver qué les parece el que, continuando con la articulación de códigos distintos, refuerce mi argumentación incorporando un nuevo signo.
(Dirigiéndome hacia la mampara que tengo a mi espalda.)
Por favor, ¿me acerca otro signo no verbal?
(Y la cuidadora me trae una serpiente, una pitón tigre de dos metros y medio de longitud, que coloca sobre mis hombros.)
Bueno, yo ahora tendría que fingir miedo, o repugnancia. O al menos, eso es lo que tenía previsto hacer. Más que nada, por el conflicto. Pero es que cuando me han explicado cómo funcionan estos animalitos, he preferido contenerme. Y es que este modelo en concreto, aunque no es de los que envenenan ni de los que estrangulan —que ya es un alivio—, si detecta que estás nervioso, pues coge y se va; vamos, que huye. Y figúrense el problema, tener que perseguirla por ahí (Señalando la sala.), con lo escurridizas que son.
Así que como no tengo claro si sabrá distinguir entre lo que es estar nervioso o lo que es interpretar que se está nervioso, ante la duda, he preferido dejarme de actuaciones, aun a sabiendas de que esto echará por tierra el carácter dramático de mi intervención. Espero que se hagan cargo.
Aun así, y pese a esta contrariedad, lo que está claro es que, de los signos no verbales utilizados, unos corresponden a la puesta en escena y otros a la propuesta autoral: las diapositivas podrían suprimirse sin que cambiara el discurso; habría perdido eficacia, sí, pero en esencia todo lo que han visto en su proyección, si recuerdan, lo he dicho verbalmente; mientras que sin el cesto o sin la serpiente, el discurso hubiera sido totalmente distinto, pues se habría desvirtuado el carácter empírico que he pretendido darle a mi intervención.
"A lo largo del siglo XX se han diversificado los medios de comunicación de la ficción dramática, y estos nuevos medios, más tecnificados, más industriales, han propiciado su mayor difusión".
Y concluyo, antes de que me concluyan; que ya sé que me voy de tiempo. A lo largo del siglo XX se han diversificado los medios de comunicación de la ficción dramática, y estos nuevos medios, más tecnificados, más industriales, han propiciado su mayor difusión. De hecho, el cine, la televisión y, en menor medida, al menos de momento, Internet, nos han convertido en grandes consumidores de ficción. Se sigue yendo al teatro, por supuesto, que el que haya perdido el monopolio no significa que haya retrocedido en cifras absolutas, pero sí ha perdido cuota; vamos, que hoy en día las historias se cuentan, mayormente, en clave audiovisual, y esa presión tenía que acusarse. Por mimetismo o por rechazo, el teatro ha jugado sus opciones frente al mundo de la imagen y ha evolucionado en direcciones divergentes: de una parte, los grandes espectáculos visuales, cuya expresión máxima es el teatro físico, y de otra, los pequeños formatos que defienden a ultranza el teatro de texto; por supuesto que con las lógicas excepciones en ambos casos. Hay también otras causas, bien conocidas por todos, que han influido en los dos sentidos: saltar la barrera del idioma, los costes de producción, la pugna entre escenógrafos y actores, etc. Pero sean cuales sean los motivos, lo cierto es que el teatro es hoy más diverso, más rico en lenguajes. Y es que entre ambas opciones caben todo tipo de mestizajes; de hecho, son muchas las propuestas autorales en las que se articulan signos de distinta naturaleza. Daré algún título, que no vaya a parecer que pretendo adjudicarme la paternidad del invento: Días felices o El rinoceronte, por citar dos obras significativas, son precedentes de esta fusión de códigos.
Suma de lenguajes y suma de estilos, que también aquí apunta la fusión, aunque eso ya sería materia que requeriría mayor detenimiento. Pues bien, así podría ser el teatro del siglo XXI: un teatro plural, inesperado; sí, inesperado, menos previsible. Cada obra, un universo de signos, sin más limitaciones que las de nuestra capacidad. Y es que todo teatro es posible; desde el momento en que se han roto las fórmulas que lo encorsetaban, en nuestra mano está hacer lo que queramos hacer, incluido seguir haciendo lo que ya veníamos haciendo. Adiós a las vanguardias y las retaguardias; que da mucha risa eso de ser modernos o quedarse antiguos. Todo está ahí, a nuestro alcance. Además, ¿de qué se trata, de hacerse oír y de hacerse entender? Pues para eso no hay más ley, ni moda, ni tendencia, que la del principio de necesidad: todo lo que sea necesario, nada que sea innecesario para contar lo que queramos contar. Y no hay más cáscaras.
(Voy a retirarme, me detengo y muestro ligeramente la serpiente.)
¡Ah!, me olvidaba. Supongo que habrá quedado claro que un autor es un creador de estrategias dramáticas, y no un proveedor de palabras. Pues dicho queda.
(Dicho lo cual, devuelvo la serpiente a su cuidadora, que la toma y se la lleva tras la mampara, con grande alivio de la concurrencia y mío propio.)
Jesús Campos García
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