Publicado en: Las Puertas del Drama, núm. 1 (Invierno 2000), pág. 3. (Monográfico: Los nuevos soportes y la ficción dramática).
En este oficio nuestro de comunicar, la necesidad de hacerse oír es primordial y básica. Así, ante el mare mágnum de mensajes que el sistema propicia para fomentar la polución cultural, el creador ha de encontrar el modo de singularizar su obra.
Crear es eso: inventar un signo con el que transmitir más eficazmente un significado. De ahí que cuanto más arriesgados sean los modos, cuanto más se violente la convención establecida; en definitiva, cuanto más se “grite”, más nos haremos oír. Ahora bien, cabe el peligro de que, a fuerza de violentar los códigos, nuestro “grito” sea tan desaforado que el exceso de singularidad (de originalidad) nos lleve a la paradoja comunicativa de que se nos oiga, sí, pero no se nos entienda.
Aquí, como en las “Siete y media”, juego de naipes al que se refería Don Mendo en su Venganza: “...O te pasas o no llegas. Si no llegas significa... —en nuestro caso, ya sabemos lo que significa: la mediocridad—, mas ¡ay de ti si te pasas! Si te pasas es peor”.
Saber es plantarse en el punto justo (ya cantar las siete y media es un don que otorgan los dioses). Lo dicho: singularizar la obra sin que deje de ser inteligible. Para lo cual, el creador, lejos de ser un individuo al margen, tal como folclóricamente se nos presenta a veces, ha de ser un individuo inmerso, al que todo lo que ocurre le concierna. Y no sólo, como es obvio, cuando se trate de las cuestiones fundamentales, que han de constituir el contenido de su obra, sino también, y muy especialmente, en aquellas otras que tengan que ver con los hábitos, con la cotidianidad de la comunicación. Vamos, estar puesto en “idiomas”, que si de que nos entiendan se trata, la cuestión previa cuando nos dirigimos a otro (en teatro, a otros) es conocer su “idioma”. Elemental.
Pues bien, hoy día la gente habla en pantalla (de cine, de televisión, de ordenador), de forma que las propuestas dramáticas se soportan no en personas, como ocurría antaño de forma obligada, sino que nos llegan a través de imágenes tecnificadas (todo un nuevo “vocabulario” añadido al de las palabras, tan añejas y tan queridas), lo cual, indefectiblemente, altera el equilibrio semiótico de la comunicación escénica, ya que la lupa tecnológica magnifica los signos no verbales, incluidos los quinésicos, en detrimento del discurso verbal. Y este es el origen de la crisis (transformación) del teatro. Ignorarlo es ignorancia. Lo que no supone que haya que rendirse ni negarse a nada. Es cierto que el espectador, por cada historia que presencia ante el escenario, recibe infinidad de historias audiovisualizadas (palabra inhóspita pero inexorable), lo que nos obliga, sin que eso signifique que se altera su esencia, a ampliar el concepto de lo dramático a medida que se amplía la gama de sus soportes. Pues a la postre, la humanidad sigue hurgando en sus conflictos para tratar de entenderse, y poco importa la preponderancia que se le dé a la utilización de según qué signos, siempre que expresarnos a través de nuestros conflictos nos permita avanzar en el conocimiento de lo que somos y lo que nos rodea.
La conmoción que supuso la diversificación de los soportes en los que se produce el drama, ni se ha resuelto, ni se adivina el día en que se estabilizará.
Sabiéndolo o no, verbalizándolo o no, ya desde los comienzos del cine, el teatro dio respuesta, bien con grandes espectáculos, tratando de competir, o bien con pequeños formatos, dando la espalda a lo que consideraba ajeno; pero siempre jugando su gran baza: la carnalidad (contra virtualidad, fisicidad). De ser por sí, se pasaba a ser por reacción. Y no solo en los modos de producción, que, en definitiva, son la consecuencia lógica de las propuestas de los creadores; también, cómo no, los autores respondieron a la nueva situación escribiendo obras a modo de guiones o rechazando de plano estas nuevas formas con dramas, como poco, antiargumentales, cuando no antidramáticos. (Casi un suicidio).
La conmoción que supuso la diversificación de los soportes en los que se produce el drama, ni se ha resuelto, ni se adivina el día en que se estabilizará. La tecnología se supera a sí misma ofreciendo más y más sugestivos medios de comunicación; también de incomunicación.
De ahí que convenga sumergirse en la polución cultural reinante para, desde esa realidad, seguir dando respuestas cambiantes a una situación vertiginosamente cambiante. Y no es que propugne mimetizar nada, Dios me libre; solo apunto que, en tanto que comunicadores, no podemos ignorar los modos y maneras con los que de forma masiva el espectador recibe las historias. Escribir teatro hoy pasa por el conocimiento de esas reglas del juego. El teatro, que siempre estuvo en crisis (y no hablo de taquillas), ve agudizada su transformación por estos acicates. En nuestra mano está el administrar esa crisis de forma que la nueva literatura dramática (teatro o no, que eso ya sería entrar en una cuestión semántica), se soporte donde se soporte, se haga oír y se haga entender, único modo de que nos siga siendo útil como herramienta de conocimiento.
Jesús Campos García |