Publicado en: Las Puertas del Drama, núm. 0 (Otoño 1999), pág. 3. (Monográfico sobre las generaciones literarias).
En tiempos de Herodoto, un siglo daba para tres generaciones; ahora, con las nuevas tecnologías, la cosa cunde mucho más, y llegará el día en que, gracias a Internet, en una mañana puedan darse varias (incalculables en una noche, con las tarifas más bajas). O sea, como hongos.
En sociología es perfectamente entendible que se hable de espacio generacional. Y ya se trate de vidas, de décadas, o de días (que todo llegará), parece lógico que pueda estudiarse el comportamiento de un colectivo en función de la herencia cultural recibida, de los acontecimientos vividos o de la expectativa que les anima. Otra cuestión ya es que la respuesta de unos creadores a estos estímulos sea homologable, por más que ciertas inercias, bien de carácter gregario, bien de mínimo esfuerzo, puedan haber dado lugar a que se acuñara el término de generación para referirse a un grupo de escritores, músicos, filósofos, etc., que cumpliera una serie de requisitos mínimos, cuya enumeración resulta cuanto menos ingenua.
Agruparse (¿en generaciones?) responde a un impulso natural, primario, instintivo, que tiene mucho que ver con la búsqueda de la propia identidad y con su defensa; con la existencia, en suma: existir con los demás y existir contra los demás. Yo, que siempre fui un bailón, recuerdo cómo en el microcosmos de la discoteca, los que se sentaban a la derecha de la barra se declaraban enemigos irreconciliables de los que lo hacían a la izquierda del escenario. Nunca entendí por qué, pues eran desiguales entre sí, e idénticos a sus contrarios, aunque solo fuera en esa desigualdad. Pero ellos aireaban este signo de territorialidad como esencia (a falta de otras) de su identidad. Lo cual se agravaba cuando, por añadidura, eran de distinta edad (un par de años, a lo sumo): entonces el desprecio era absoluto. “¿Ve? —le decía yo a Ortega, mientras recuperaba el resuello después de unos bailes—, coinciden en el espacio y en el tiempo, y todos tienen el mismo estilo, puesto que, al no ser escritores, ninguno sabe escribir. ¿Era esto a lo que se refería usted cuando hablaba de generaciones literarias?”.
... esta herramienta seudocientífica cuyo uso aún persiste a causa de la pereza de quienes, para clasificar autores, lejos de estudiar su obra, les basta con echarle una ojeada al carnet de identidad.
La necesidad de codificar lo incodificable, compartida por investigadores, críticos y docentes, propició el éxito inicial de esta herramienta seudocientífica (hoy tan desprestigiada) cuyo uso aún persiste a causa de la pereza de quienes, para clasificar autores, lejos de estudiar su obra, les basta con echarle una ojeada al carnet de identidad. Autoafirmación gregaria de unos y pereza académica de otros. Poca leña para este fuego que ya era rescoldo y que a poco hubiera dado en extinguirse, de no ser por la irrupción del mercado y sus leyes, nuevo factor sociológico que ha revitalizado el concepto de generación, justamente por su simpleza, pues con él se puede ordenar la mercadería y rentabilizar las campañas publicitarias, más eficaces si venden colectivos. Práctica peligrosa que puede dejar fuera a quienes no se dejen clasificar, mientras ensalza a los más homologables. Con el agravante de que la generación ya no será una consecuencia, sino un fin, y así los autores tenderán al mimetismo para poder ofrecerse como paquete, al tiempo que los investigadores, críticos y académicos se irían convirtiendo en agentes publicitarios del fenómeno comercial.
(Como habréis podido comprobar, este es un artículo de seudociencia-ficción, y como tal, es bueno que deje entrever en lontananza un horizonte de terror al que no se debe llegar, y al que sin duda no se llegará).
Iniciaba estas líneas aludiendo a la proliferación de generaciones o de grupos opuestos (mejor llamar a las cosas por su nombre), y si por un momento llegué a pensar que las comunicaciones acabarían por universalizar, diluyendo el componente nacionalista que es intrínseco al concepto de generación (el de la edad difícilmente puede diluirse), enseguida caí en la cuenta de que estamos asistiendo a la aparición de un nuevo concepto de localización, y así, en un futuro, serán los autores residentes en una página web los que se autoafirmarán ante los de otra creada quince minutos antes o después.
La necesidad de hacerse oír que alienta el trabajo creativo, lleva aparejada a veces la confusión de existir con los demás o existir contra los demás, tratando así de arroparse con unos para excluir a otros, cuando la clave está en existir para qué; pregunta de cuya respuesta enseguida se derivarían datos más que suficientes (elección de contenidos, estilo con el que los expresa, en definitiva: visión del mundo) para establecer una nueva metodología que se rija no por los hechos que vivió, por lo estímulos que recibió, sino por cómo respondió a esos estímulos. Lo demás es desear o propiciar la clonación.
De momento, y mientras esa pesadilla no se haga realidad, seamos un pelín serios y no homologuemos bañistas, mariposas y calamares por haber coincidido en una misma playa una tarde de abril. La creación es la respuesta del individuo al colectivo, mientras que la clasificación (no digamos ya el anhelo de ser clasificado), el encuadramiento, no es sino una sutil mordaza que vela y domeña el carácter subversivo de la obra de arte. De ahí el cuidado que debemos exigirnos para que el estudio de la obra, o los mecanismos comerciales que nos la acercan, no acaben destruyendo lo que la obra significa. Salvo que sea eso lo que se pretende.
Jesús Campos García |