Artículo escrito con ocasión de la primera gala de los Premios Max de las Artes Escénicas. Publicado en: ABC, 10-VI-1998 (primera edición), pág. 68.
Qué pena, ¿no? Para una vez que nos apuntamos al glamour y a la impostura (todo sea por la promoción del teatro), resulta que se nos derraman las reivindicaciones en medio del festejo y salpicamos de inconveniencias a los invitados.
Digo yo que el temor a que alguien "contestase" el carácter hollywoodiense de la gala pudo ser el origen de la idea: "Hagamos una gala contestataria y así, autocontestándonos, evitaremos que a nadie se le ocurra contestarnos". Ingenioso, brillante incluso, pero en el papel. Puesta en pie, la ocurrencia hace aguas y zozobra y, al final, todos náufragos.
Perplejos y demudados asistimos a la parodia de una asamblea, y el recuerdo del sesenta y ocho (entonces reivindicar implicaba un riesgo) ponía en evidencia la falsedad de unos profesionales acomodados enarbolando banderas de guardarropía. Los mismos que cuando son cine lucen semblantes seductores, cuando son teatro tienden al descontento y, qué vergüenza, a la mendicidad.
La Sociedad General de Autores y Editores (antes de Autores de España) se dirigió a Lluís Pasqual (del que no tengo noticia que jamás haya montado obra alguna de autor español contemporáneo; incluso en los Max, el único texto que incorpora es de Bertolt Brecht, paradojas) y le encargó una gala para promocionar las artes escénicas, conviniendo en celebrar un acto "festivo y solidario" que tuviera por objeto "exaltar la libertad de expresión". En el uso de esa libertad, Lluís Pasqual nos cuenta con su espectáculo "que en España, el teatro, como otras cosas, no va bien". Idea que muchos compartimos, aunque no se me ocurre nada menos afortunado para hacer promoción que decir que va mal lo que se promociona. Mas no seré yo quien le censure en la exaltación de su personal libertad de expresión, que, dicho sea de paso, no concuerda muy bien con el hecho de que a los premiados se les diera por escrito lo que tenían que decir y, para más inri, con prohibición expresa de cualquier manifestación de agradecimiento o dedicatoria personal. En fin, loable la intención, nefasto el resultado. Es el riesgo de la creación: imaginas un canto a la libertad y resulta un cacareo de cutreces. Está visto que hasta el mejor escribiente echa un borrón.
Y si con esto acabáramos... Pero es que, roto el molde, a la gracia desgraciada se añadía la pérdida del control. Me niego a considerar la hipótesis de la encerrona, pues no puedo imaginar tanta torpeza en persona tan capaz. Sea como fuere, el abucheo a la ministra fue bochornoso, y lo digo con la comodidad de quien, personalmente, está situado en las antípodas de su opción política. Sea quien sea, signifique lo que signifique, es una cuestión de urbanidad. No se puede ofender a los invitados. Por tanto, y en la diezmilésima parte que me corresponda como socio de la entidad organizadora, uno mis disculpas a las ya expresadas por los dirigentes de la SGAE; quienes, tal como se les veía, embebidos en sus butacas, también debieron sentirse cogidos en la misma trampa. Lamentable.
No digamos ya el Mal-Rodrigo de Pelo de tormenta, que persigue a Juan Carlos Pérez de la Fuente, no sé si con razón pero, desde luego, sin piedad. ¿No está el asunto en los tribunales?, pues que se dirima allí lo laboral. La fiesta era por lo artístico, y me pregunto si el goce de haber creado juntos un espectáculo tan justa y ampliamente nominado no daba pie a la tregua. Hay razones que se pierden por el modo de esgrimirlas. Una lástima más.
Pese a todo, hay que salvar la iniciativa (con otro equipo, claro). La fiesta del teatro es necesaria, más meditada, más participada, más consensuada, pero necesitamos ese destello televisivo para mostrarles a quienes aún lo desconocen que el teatro es mucho más que una trifulca orquestada. Por tanto, si hay que pedirse o darse explicaciones, que se ultime el mal trago lo más rápidamente posible, que el año que viene está encima y hay que ponerse a trabajar.
Jesús Campos García |