La obsesión por traducir el pasado, que tantas veces vistió a los romanos con uniformes nazis, llevó aparejada una injusta depreciación de la puesta en escena arqueológica. Los modernos de brocha gorda son así de radicales. Que yo no digo que no se puedan vestir los personajes del Siglo de Oro con trajes del XIX (mucho más baratos), pero que también podrían representarse alguna vez son sus capas y sus espadas. Seguro que el público entendería que lo que ocurrió en el pasado tiene que ver con lo que nos ocurre hoy sin necesidad de que se lo expliquen con el vestuario.
De ahí la grata sorpresa al ver una puesta en escena en la que, lejos de modernizar, indaga en las formas escénicas con las que se estrenó la pieza. Que sí, que ya sabemos que eso es imposible de lograr, pero ser conscientes de esta obviedad no significa que tengamos que llenar los escenarios actualizaciones.
La obra de la que se parte (“Los órganos de Móstoles”) no es, en mi opinión, de las más logradas (tampoco es que yo sepa mucho de los bufos parisinos, madrileños o cubanos), pero pienso que su elección tiene más que ver con el empoderamiento femenino que cierra la pieza que con la calidad de la misma. Sea como fuere, no es la obra sino la puesta en escena lo que me suscita este comentario.
También la interpretación, que están todos esplendidos. Especialmente ellas, pues con sus personajes mejor servidos (el género juega a su favor) están más desinhibidas y actúan con mayor desparpajo. Sin que este énfasis pueda entenderse como demérito del ellos, pues tienen que vérselas con personajes menos favorecedores, pese a lo cual lo resuelven sobradamente, que están todos de dulce y entre todos te transportan a otro tiempo, haciéndote creer que era así, con un derroche de verosimilitud, como se hacía el teatro bufo.
Huelga decir que esto lo pienso hoy, unos días después de haber asistido al estreno, pues, mientras estaba en la butaca, simplemente me divertía. Que no es poco, tal como está el patio.
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