Jesús Campos García
Autor teatral, director y escenógrafo

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La intimidad extranjera


 

 

 

 

 

 

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Publicado en: Las Puertas del Drama, núm. 12 (Otoño 2002), pág. 3.

 

 

La creación se genera a partir de nuestra memoria, tanto para expresarnos como individuos como para expresar al colectivo al que pertenecemos. Y en nuestra memoria, también en la del colectivo, se acumulan tanto las vivencias (fragmentos de realidad con los que construimos la ficción) como el modo, la forma de ensamblarlas.

No solo compartimos la impronta de los grandes hechos históricos o los datos de la cotidianidad, sino que, sobre todo, nos reconocemos a través de la expresión creativa con una suerte de matices, pequeños guiños y sobreentendidos fuertemente ligados a ese conjunto de saberes que cohesiona a una sociedad, su tradición.

Nos expresamos partiendo de la tradición, y poco importa que nos posicionemos a favor o en contra. La tradición no es dogma; la tradición es un punto de partida común, una suerte de claves con las que entendernos, tanto en el reconocimiento como en la controversia, y tanto en su afirmación como en su negación (de hecho, la tradición es una negación sucesiva de sí misma); de ahí que transterrar sea, en esencia, contrario al ejercicio de la expresión creativa, porque nos amputa los signos comunes y deja nuestro discurso, cuanto menos, a la merced de su imprecisa significación.

Mas, ¿qué es ser transterrado? Un egipcio en Noruega, y un neoyorkino en Ghana, un argentino en China lo son, qué duda cabe. Menor sería el transtierro si nos circunscribiésemos a áreas culturales, lingüísticas o climáticas. Y es que transterrarse, como casi todo, es cuestión de grado; que la gama de afinidades y disparidades es tan amplia que todo acaba relativizándose.

"... me pregunto en qué medida habrán afectado a mi obra estos apenas trescientos kilómetros de desarraigo".

Y según escribo estas líneas, caigo en la cuenta de mi propio transtierro: residente en Madrid, tan alejado de mi infancia andaluza; y tratando de entender lo que de sobra entiendo, me pregunto en qué medida habrán afectado a mi obra estos apenas trescientos kilómetros de desarraigo. Recuerdo así el encuentro casual con Enrique Morente, en aquel entonces también transterrado de cercanías. Trabajar juntos activó resortes que me eran propios pero que la falta de interlocutor había atrofiado; que lo que expresamos tiene que ver con nosotros, pero también con la capacidad de entendernos de quienes nos escuchan. Y es que, salvo que se vaya militando de nacionalista, uno acaba circunscribiéndose a los signos que comparte (ni antes ni después oficié de andaluz, pero, a poco que se abrió una rendija, se coló de rondón la memoria amputada de mi infancia), o lo que es lo mismo, el transtierro conlleva un empobrecimiento (?).

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(Enrique Morente en 7000 gallinas y un camello, de Jesús Campos).

Lo que me conduce a una nueva divagación. El siglo XX fue pródigo en migraciones, y todos andamos algo fuera de sitio. A saber qué ocurrirá en el XXI: ¿tenderemos a hacernos sedentarios o, como se prevé, se producirán grandes movimientos de población? En mayor o menor grado, el transtierro, ya sea por causas económicas, políticas o de simple instinto (no olvidemos que la migración es consustancial a numerosas especies, entre ellas la nuestra), será un modo de vivir cada vez más consolidado; solo que no se tratará de creadores aislados, islas en culturas ajenas, sino que el carácter grupal de estos transtierros dará un sentido nuevo y será una razón más en la generación de la expresión artística, pues lejos de individualizar, la experiencia del transtierro reforzará los vínculos del colectivo, y el transtierro mismo se convertirá en un signo de identidad.

Otra cuestión, ya, es si estos transtierros venideros, o los desarraigos pasados, son convertidos en glamour para la mejor comercialización de la expresión artística. La necesidad de expresarse y sus frágiles signos, sometidos a la necesidad comercial y sus fuertes recursos, puede alterar de cuajo el sentido de la obra, y hacer pasar por excelso lo nimio o, lo que es más grave, silenciar lo excelso. El río revuelto de la mundialización, que, unido al viejo truco de un arte “universal y eterno”, puede desactivar discursos o convertirlos en muecas de cartón piedra sumando al dolor de la peripecia personal el agravio de la manipulación de la obra. Y es que, a la postre, en la aridez del destierro, todo son agravios, aunque ninguno tan áspero como el de saber que tu intimidad es extranjera.

 

Jesús Campos García



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